miércoles, 26 de mayo de 2021

Alfonso I El Batallador y el Temple.

 


Esos misterios que encumbró el romanticismo europeo en los siglos XVIII y XIX, y que siguen llenando páginas y páginas de novelas de ficción, fueron en sus orígenes batallas libradas en nombre de la fe cristiana. Nada más y nada menos. Esos caballeros que tiempo después serían cubiertos de enigmas esotéricos fueron hombres que juraron morir defendiendo el reino de los cielos y a sus peregrinos. Cuando no existía lo primero, los misterios y las leyendas, cuando solo importaba lo segundo, la fe y las batallas en su nombre, los templarios se asentaron en Tierra Santa.

Desde aquel remoto lugar, tan lejano en la Edad Media, consiguieron penetrar en toda Europa. Y llegaron a la Península Ibérica, donde libraron esas mismas batallas, y también otras nuevas, al amparo de uno de los reinos más importantes de nuestra historia: el Reino de Aragón.

La Orden de los Pobres Caballeros de Cristo y del Templo de Salomón se fundó oficialmente en algún punto entre los años 1118 y 1119. El espíritu bajo la que nació se remonta atrás en el tiempo, a los primeros combatientes de la Primera Cruzada por la fe cristiana. Nueve caballeros que, siguiendo esos ideales de finales del siglo XI y liderados por el francés Hugo de Payens, concluyeron que nunca sería suficiente con desplazarse a Tierra Santa. Debían establecerse, aprender a vivir, en el lugar que deseaban proteger. Con ese objetivo, y con el beneplácito del rey de Jerusalén, Balduino I, se quedaron en la ciudad más sagrada. Lo hicieron, de hecho, en la misma mezquita real, asentada sobre lo que antaño fue el Templo de Salomón. De esta manera quedó fundada, asentada y nombrada esta orden. La Orden del Temple.

La orden de los templarios estaba formada por caballeros que fueron configurando, poco a poco, un modo de vida que despertaba asombro y admiración. Con el tiempo también se desataría en torno a ellos un halo de secretismo, por lo fascinante de su existencia, que ya nunca los abandonaría. Pero esto fue después. En su origen, con un propósito definido compartido por el mundo occidental, su fama creció y creció hasta que su nombre llegó a todos los rincones de Europa como los defensores de la cristiandad. Estos templarios fueron tomados por el pueblo como hombres sacrificados, valientes y comprometidos con aquellos viajeros que sólo querían profesar su fe. Casi unos salvadores, desde luego unos protectores, siempre unos caballeros. Monjes guerreros con potestad para librar guerras en su nombre.

Europa se volcó en su devoción con ellos, haciendo grande la leyenda desde su mismo nacimiento. Los templarios desataron en sus iguales europeos un profundo sentimiento de fervor y agradecimiento. Estaban agradecidos con ellos por su labor en Tierra Santa. Se sentían no solo protegidos: también representados. Sabían que había alguien ahí fuera, en las tierras sagradas que sentían suyas sin conocerlas, defendiendo sus creencias. Viviendo en concordancia con esas creencias.

Los misterios llegarían más tarde. En aquellos primeros años, no había otra cosa que gratitud. Así se enriquecieron. Desde su origen, estos caballeros abnegados recibieron donaciones procedentes de todos los lugares del continente. Y poco a poco, empezaron a vivir también en estos rincones.

El rey batallador del Reino de Aragón

El mismo año en que se fundó la Orden de Temple, en 1118, Alfonso I conquistó Zaragoza para el mundo cristiano de la Península Ibérica. La lucha de unos y otros era la misma, separada por un continente pero unida por una profunda religiosidad. Por unos mismos ideales que eran el motor del soberano del Reino de Aragón, que llegó hasta la corona tras una serie de trágicos fallecimientos. Alfonso I, conocido como El Batallador, gobernó en Aragón, sin haber nacido para ese fin, desde 1104 hasta 1134, año en que murió.

Conquistó para su reino kilómetros y kilómetros de tierra, plantando cara a los musulmanes sin descanso. Recordando, quizá, las palabras que la Iglesia le dedicó a su hermano y predecesor, Pedro I de Aragón. La guerra santa también debía librarse lejos de los lugares sagrados. De haber estado en su mano, Alfonso I hubiera zarpado rumbo a Jerusalén, para conquistarla él mismo, para defenderla con su sangre, para gloria de ese reino que tanto amaba. Pero permaneció en la península, viviendo y muriendo por su propia guerra santa. Movido por esa profunda fe de la que siempre dio buena cuenta, y también por un fuerte carácter expansionista que le llevó, además, a viajar mucho. Alfonso I era batallador y muy viajero, cuentan las crónicas.

El primer templario que llegó a la Península Ibérica lo hizo bajo el reinado de Alfonso I. Este rey, que se había criado entre caballeros franceses, que había madurado al lado de los combatientes de las primeras cruzadas, los acogió con entusiasmo. Alfonso I era consciente de lo que podía suponer que estos monjes guerreros se asentaran en sus tierras, pero además gustaba de rodearse de su compañía. Era un templario más, al menos en espíritu. En la práctica, nunca abandonó la corona, pero fue eso lo que permitió, precisamente, que la Orden del Temple se hiciera un camino en nuestra península, hasta convertirse en la orden religiosa más importante de la historia del Reino de Aragón.

El testamento imposible

Su importancia en Aragón puede verse a lo largo de los dos siglos que permanecieron en activo, pero encontramos un ejemplo de gran valor apenas un año después de su llegada. En 1131, en ese escenario de lucha por la cristiandad en el que era habitual legar las posesiones a estas órdenes religiosas, Alfonso I lo dispuso así en su testamento. Estableció que su Reino, por el que tanto había batallado, quedaría dividido entre las tres grandes órdenes religiosas de la época: la Orden del Santo Sepulcro de Jerusalén, los Hospitalarios y la Orden del Temple. Apenas se habían cumplido dos años desde que la Iglesia había ratificado la oficialidad de los templarios, pero su fama y su valor tenían ya dos décadas de vida. Alfonso I los valoraba, también lo hacía el pueblo.

Pero su testamento era irrealizable. No lo permitía la ley, ni tampoco iban a permitirlo los nobles, que encontraron en la ausencia de descendencia de Alfonso I una oportunidad. Días antes de fallecer, tras sucumbir a las heridas que le había dejado la dura derrota en Fraga en el 1134, revisó este testamento. No cambió nada. Alfonso I tuvo claro que supliría la falta de descendencia con la fe. Había luchado durante toda su vida por recuperar para la cristiandad lo que consideraba suyo, y deseaba que, en su ausencia, aquellos que seguirían luchando, sus caballeros, tuvieran los medios necesarios para ello. Legó su reino y legó a la Orden del Temple que tanto admiró en vida, con quien tantos ideales compartió, su caballo y sus armas. Cuán significativo es esto.

Alfonso I murió con este deseo, y dejó a los templarios la seguridad de que tenían el reino en sus manos para disponerlo como quisieran. Tal vez no llegaron a reinar, pero ya no se marcharían... pero la historia les tendria un destino cruel y glorioso, digno de un Rey que confio en ellos.