Sobre pétreo pedestal, se yerguen seis templarios dispuestos a la batalla, armados con sus espadas, protegidos con escudos, cascos y cota de malla. A sus pies, sentado, un niño sostiene el casco que hizo famoso al rey Jaime I, con el mítico dragón por cimera. Más abajo, en mitad del pedestal, sobre un entrante, está sentado otro niño, quien tañe con gracia juglaresca un laúd.
Para quien no esté avisado, tales niños pueden parecer extraños en dicho monumento. ¿Serán escuderos del Temple, pajes de los caballeros?
La inscripción que acompaña el grupo escultórico, tampoco aclara gran cosa:
"Año 1213. Muere el rey Pedro II en la batalla de Muret. La reina María de Montpellier, es acogida en Roma por el Papa Inocencio III. Su hijo Don Jaime, rey de Aragón y conde de Barcelona, es confiado a los caballeros templarios del castillo de Monzón: el Gran Maestre Guillermo de Montrodón, Juan de Miravell, Luis de Estemariu y otros, se ocupan de su formación de caballero y de rey".
Dicho texto, escaso y confuso, relata la historia de manera sesgada e incompleta, sin acabar de aclarar quienes son esos niños y qué hacen entre tan feroces gentes de armas.
Jaime I nace el 1 de febrero de 1208, hijo del rey Pedro II de Aragón y María de Montpellier. Pedro II muere en 1213, durante la batalla de Muret, luchando contra los "cruzados papales" que invadían y se anexionaban Occitania, con el pretexto de exterminar la herejía cátara. El rey Pedro, se lanzó a combatir contra los cruzados porque esas tierras, del país de Oc, eran feudo de la Corona de Aragón, y estaba obligado a defender a sus vasallos, aunque algunos de ellos estuviesen considerados como herejes.
Singular detalle histórico omitido en la inscripción del monumento, quizá ¿por pudor histórico?
Jaime, heredero del reino aragonés, había quedado "en prendas" del sanguinario cruzado Simón de Montfort, a cuya hija había sido prometido en matrimonio, como acto de futura paz entre ambos bandos.
Ese mismo año, muere la reina madre, refugiada en Roma bajo la protección papal, la cual, en su testamento, confió el niño a la custodia del Temple. Los nobles aragoneses, respaldados por los templarios encabezados por el Comendador de Monzón, Guillèm de Montredón, Maestre de Aragón, acuden al santo padre Inocencio III, para que interceda ante su mercenario "cruzado", Simón de Montfort, a fin de que les devuelva al príncipe Jaime y el reino no quede sin rey.
En 1214, el cruel "cruzado", tras recibir toda clase de garantías de paz por parte de los aragoneses, entrega el niño a los templarios. Unos templarios, que en la sangrienta "cruzada" se han mostrado tibios, cuando no claramente partidarios de los nobles occitanos y los herejes cátaros.
Reunidas las Cortes en Lleida, en el mismo 1214, el príncipe Jaime es jurado como heredero, llegando a la Encomienda del Temple de Monzón en agosto de tal año, cuando contaba seis de edad.
Para que el forzado retiro le resultase más llevadero, trajeron para acompañarle a un niño de edad similar, su primo, Ramón Berenguer V, conde de Provenza, pues en aquella época dichas tierras pertenecían a la Corona de Aragón (entre 1166 y 1246). Con Ramón, el príncipe compartió estudios, ocios y trabajos, mientras ambos eran educados por los caballeros del Temple, tanto intelectual como militarmente, según correspondía a caballeros de su rango, al tiempo que estaban protegidos del ambiente levantisco que asolaba el reino. Estos son los dos infantes, representados en el monumento arriba citado.
Los nobles seguidores de Jaime temían que el regente, conde Sancho Raimúndez del Rosellón, tío abuelo del niño, y el abad de Montearagón, don Fernando, tío del príncipe, pudieran coaligarse para controlar el gobierno, incluso tal vez eliminar al joven heredero. Tales nobles, dudando si los templarios se decantarían por los tíos del niño, exigieron al Comendador, Guillèm de Montredón, que les entregase al príncipe para mejor custodiarlo, pero los templarios lo retuvieron alegando su tutela, según el mandato papal que vigilaba el legado pontificio Pedro de Benevento.
La situación se puso tan tensa que, al temer el Comendador un intento de asalto y rapto de los niños, por los nobles o los partidarios del conde o el abad, trasladó a los infantes con gran secreto hasta la cercana fortaleza templaria de Ontiñena, donde permanecieron durante seis meses. Cuando el Comendador consideró pasado el peligro, los hizo devolver a Monzón.
Durante el verano de 1216, se enviaron mensajeros a los nobles de su bando, Pedro Fernández de Azagra, Blasco de Alagón, Pedro de Ahones y Guillèm de Cervera, entre otros, para que al cumplir el príncipe los nueve años, acudiesen a Monzón para jurarle por rey. En septiembre aparecieron todos ante los muros templarios, para hacer pleito homenaje y jurarlo por su señor natural, en un espléndido acto celebrado en la capilla románica de San Nicolás del Castillo.
Los caballeros del Temple formaron un pasillo de honor, ataviados con sus blancas capas de rojas cruces, alzaron las espadas y crearon un dosel sobre la cabeza del príncipe. En la puerta de la capilla, el Comendador Guillèm de Montredón, tomó la mano de Jaime I y lo condujo por la nave, hasta dejarlo sobre un trono sito en el presbiterio. A continuación, todos los nobles se llegaron a él, para arrodillarse, besar la mano del niño rey y jurarle fidelidad.
Atrás quedaban largos días de camaradería, tediosas horas de estudio, esforzados entrenamientos de armas, emocionantes investigaciones en la biblioteca templaria, aventureras travesuras por las estancias y subterráneos del castillo, o noches de serena contemplación del cielo estrellado desde las almenas.
Por fin, en junio de 1217, con nueve años y cinco meses de edad, Jaime I salió de Monzón con sus partidarios, y una nutrida tropa templaria, a reclamar de don Sancho y don Fernando, sus tíos, el gobierno de la Corona de Aragón que ambos ejercían tiránicamente, pretextando la minoría de edad de su sobrino. Y en septiembre de 1218, las Cortes Generales de Aragón y Cataluña, lo declararon mayor de edad con tan solo diez años. A pesar de haber pactado, con don Sancho, el fin de la regencia, durante los siguientes quince años, tuvo que luchar contra los levantiscos nobles, azuzados por sus tíos, lo que finalizó en 1227 con la Concordia de Alcalá.
El "bon rei en Jaume I", jamás olvidó esta azarosa etapa de su joven vida. Durante el resto de su reinado, conservó la amistad y el favor hacia los Caballeros del Temple, otorgándoles numerosas mercedes y recibiendo la ayuda militar de la Orden, en las campañas guerreras por las que recibió el título de "el Conquistador".