martes, 20 de abril de 2021

“Ellos eran más vigorosos en la guerra que todos los demás francos fueron"

Esta frase se atribuye a Ibn al-Athir, cronista de Saladino, después de la famosa batalla de los Cuernos de Hattin en 1187, que supuso la pérdida de Jerusalén para la Cristiandad, y la cabeza para la mayoría de los caballeros freires templarios que allí estuvieron.

El secreto de su fortaleza, y de su longevidad, parece ser que residía en el tipo de dieta que realizaban. Pese a las donaciones recibidas, y el lucrativo trabajo de defender peregrinos, su forma de vida estaba marcada por la austeridad propia de los votos monásticos de pobreza, castidad y obediencia. Seguir la regla primitiva de Bernardo de Claraval, y sus benedictinos facilitaba su austeridad alimenticia. Comer carne con moderación, predominio de verduras y ayunos intermitentes, son las pautas que tenían marcadas, a caballo entre la austeridad y pobreza, y la necesidad de mantenerse fuertes para el combate. Y por supuesto, un hábito de actividad física y entrenamiento militar que endurecía sus cuerpos.

Esta dieta especial permitió a los templarios casi duplicar la esperanza de vida de la época. Hugo de Payens, primer Gran Maestre templario, fallecido en 1136 a los 66 años, es ya un ejemplo, Jacques de Molay, el último Gran Maestre, fue quemado vivo en 1314 a los 70, y varios líderes murieron sexagenarios cuando la esperanza de vida era de unos 35 años en el siglo XIII.

Seguían unos hábitos higiénicos estrictos, para evitar infecciones y que los caballeros adoptaron de sus enemigos musulmanes. Lavarse las manos antes de comer, así como eximir a los miembros encargados de las tareas manuales de tareas relacionadas con preparar o servir las comidas. El abastecimiento de víveres en Tierra Santa era directamente desde Europa, transportando los animales de carne, prohibiendo el consumo de caza, e incentivando el de marisco, el consumo de queso, aceite de oliva y fruta, así como el de pescado.

Una dieta mediterránea, vamos.