Quién más quien menos, casi todo el mundo ha oído hablar del final de los templarios, el proceso a que fue sometida la orden y la ejecución en la hoguera del gran maestre Jacques de Molay, con su famosa -y legendaria- maldición mientras el fuego quemaba su carne. Sabemos que aquella persecución fue iniciada por el rey francés Felipe IV el Hermoso con la colaboración del papa Clemente V; ahora bien ¿quién encendió la chispa que les decidió a actuar? La respuesta tiene un nombre: Esquieu de Floyran.
Según Esquieu, el templario; le explicó que ellos se negaba a Cristo, se practicaba la sodomía y se llevaban a cabo sacrilegios contra los símbolos religiosos (como pisar la cruz), adorándose a Bafomet (una deidad antropomorfa con atributos satánicos y origen incierto).
Esquieu le había referido esta historia al rey Jaime II de Aragón pero éste no le creyó, echándole del reino, por lo que en 1305 acudió a la corte francesa. Allí fue bien recibido por el canciller Guillermo de Nogaret quien, al margen de que realmente aceptara la veracidad de lo narrado, vio en ello la oportunidad de actuar contra la Orden del Temple y hacerse con sus fabulosas riquezas, entre ellas no sólo los presuntos tesoros acumulados sino también las regalías (aduanas, peajes, contribuciones municipales…) y los rendimientos agrícolas y ganaderos de sus propiedades inmuebles.
En esos momentos, la corona estaba con el agua al cuello después de haber devaluado la moneda, aumentado los impuestos y hasta expropiado a los comerciantes lombardos y judíos. Tan grave era la situación que en diciembre de 1306 se produjo en París una revuelta contra la subida de alquileres, siendo incendiada la casa del preboste de los mercaderes e incluso resultando asediado el propio rey, paradójicamente en la Maison du Temple.