lunes, 28 de septiembre de 2020

El juicio a los templarios: Contexto, drama y final.

 
La preparación del drama

 Los problemas inician a partir de la serie de intrigas, maquinaciones, calumnias, y, como veremos, abusos que llegaron hasta niveles de injusticia y violencia insospechados, por parte del rey de Francia, Felipe IV el Hermoso (1268-1314), y de su fiel servidor y hábil jurista Guillermo (Guillaume) de Nogaret (ca. 1260-1313).

Felipe IV promovió una política de tipo absolutista y participó en numerosas guerras con momentos de victoria y con importantes derrotas. Para financiar sus enormes gastos militares no dudó en usar métodos “extraordinarios”. Decidió imponer impuestos a los clérigos y controlar en parte los asuntos eclesiásticos, lo que le llevó a un fuerte enfrentamiento con el Papa de entonces, Bonifacio VIII (Benedicto Caetani o Gaetani, 1235-1303).

Felipe el Hermoso mostró su astucia y su malignidad en diversos momentos de su choque con el Papa. Por ejemplo, cuando Bonifacio VIII envió una bula, “Ausculta fili carissime” (5 de diciembre de 1301) para pedir al rey que se presentase en Roma y respondiese a diversas acusaciones de tiranía y de abuso sobre el clero, Felipe IV mandó quemar el texto papal y lo sustituyó por otro texto falso en el que hacía decir al Papa cosas absurdas que no había afirmado. De este modo, pretendía provocar una reacción de la gente y de parte del clero a su favor, como si fuese víctima de la “malignidad” de Bonifacio VIII.

El rey francés pudo contar, además, con aliados de peso en Italia: dos cardenales de la potente familia Colonna defendían la idea de que Bonifacio VIII era un Papa ilegítimo. Los cardenales Colonna fueron excomulgados, pero consiguieron huir a Francia para pedir la protección de Felipe IV, mientras que algunos de sus familiares en Italia continuaban sus intrigas contra el Papa.

 En este contexto de tensiones se produjo la tristemente famosa afrenta de Anagni. Cuando el Papa se disponía a emanar, el 8 de septiembre de 1303, el decreto de excomunión contra el rey francés, el día anterior Guillermo de Nogaret consiguió entrar por la fuerza en la ciudad de Anagni (donde residía el Papa), con la ayuda de un grupo de mercenarios y el apoyo de la familia Colonna. Allí apresó al pontífice y buscó maneras de obligarle a la renuncia y a la convocatoria de un concilio. Sólo una revuelta popular de la gente de Anagni pudo liberar a Bonifacio VIII. Pero la salud del Papa quedó seriamente quebrantada: moría el 11 de octubre de ese mismo año.

 Tras la muerte de Bonifacio VIII, los cardenales eligieron Papa a Nicolás (Niccolò) Boccasini (1240-1304), que tomó el nombre de Benedicto XI y sólo gobernó la Iglesia por un año (1303-1304). En ese breve tiempo hizo importantes concesiones a Felipe el Hermoso y absolvió a los Colonna, pero no a Nogaret, a quien mantuvo la excomunión por la afrenta de Anagni.

El cónclave de 1304-1305 fue especialmente difícil y largo, pues en él se enfrentaron, de una parte, los partidarios del rey de Francia y de la familia Colonna, y de otra, los defensores del legado de Bonifacio VIII. Al final, los cardenales eligieron a Bertrand de Got (ca. 1264-1314), arzobispo de Bordeaux, que se encontraba en esos momentos en Francia.

El nuevo Papa tomó el nombre de Clemente V y fue coronado en Lyon. Gobernó la Iglesia de 1305 a 1314. Aunque inicialmente mostró el deseo de partir hacia Italia, por diversos motivos fue posponiendo el viaje, hasta que al final fijó la residencia papal en Aviñón. De este modo, quedó expuesto notablemente a las intrigas del rey y de su fiel ministro Nogaret. Además, contribuyó a que la curia papal fuese cada vez más “francesa”, al nombrar a numerosos cardenales de Francia.

Clemente V estaba aquejado por diversas enfermedades que limitaban no poco su servicio a la Iglesia. Era, además, un hombre muy apegado a su tierra y a su familia, a la que favoreció enormemente. También tenía no poco aprecio por el dinero: llegó a acumular más de 1 millón de florines, de los cuales una importante cantidad pasó a sus familiares, 200 mil florines fueron dedicados a obras pías, y sólo quedaron 70 mil florines para su sucesor.

Con los nombres de Felipe IV el Hermoso, Guillermo de Nogaret y Clemente V estamos ya ante los principales protagonistas de la condena de los templarios, que vamos a presentar en sus momentos más importantes. Conviene, antes de presentar la historia de una tragedia, hacer mención del “proceso” contra Bonifacio VIII, pues nos ayudará a comprender hasta qué punto el rey francés era capaz de inventar calumnias y de suscitar “testigos” en pos de sus ambiciones de poder y de venganza.

El “proceso” contra la persona del Papa Bonifacio VIII venía siendo organizado ya desde 1303, y llegó a tomar cuerpo a causa de las numerosas presiones y amenazas que ejercieron Felipe IV y Nogaret (que seguía excomulgado precisamente por haber encarcelado al Papa) sobre Clemente V. Éste intentó de diversos modos eludir el asunto, pues conocía la honradez de su predecesor. Al final accedió a escuchar a los acusadores que se presentasen contra Bonifacio VIII, y luego permitió que se abriese el proceso en Aviñón (1310).

Contra el Papa Caetani no sólo testimonió su agresor, Nogaret, sino una serie de personajes turbios, entre los que no faltaron monjes o sacerdotes indignos, que llegaron a inventar calumnias de lo más pintoresco y absurdo. Alguno acusó a Bonifacio VIII de hereje; otro, de haber asesinado al anterior Papa, Celestino V (ca. 1210-1296); otro, de no mirar a la hostia durante la consagración; otro, de haber dicho que la religión cristiana estaba llena de falsedades; otro, de proferir que las religiones judía, mahometana y cristiana eran invenciones humanas; otro, que no quiso recibir la Eucaristía antes de morir. No es difícil comprender que tal cúmulo de acusaciones, ofrecidas “espontáneamente” y con lujo de detalles, no podrían sino ser motivadas e incitadas por alguna mente resentida y perversa como la de Nogaret. No hay que olvidar esto, para comprender el tenor de las acusaciones y la astucia casi diabólica que se hizo patente en el esfuerzo por destruir a los templarios, también con la mano y la mente de aquel “fiel ministro” de Felipe IV.

Acusaciones y procesos contra los templarios

Hoy nadie duda que el sacrificio de Jacques de Molay fue el punto y final de una obra orquestada contra el Temple sin base alguna

No creemos que la historia sea el resultado de fuerzas ciegas ni de factores anónimos que dirigen, como marionetas, a sus protagonistas. Esto se hace patente en el tema de la disolución de los templarios: el drama de esta Orden militar no acaeció como resultado de una fatalidad inevitable, sino como consecuencia de ambiciones profundas, de odios encendidos, de voluntades maquiavélicas, de miedos y de torturas usadas con astucia calculada hasta el detalle.

Conviene subrayar, que la identidad de los templarios estaba en parte en entredicho por la desaparición de los enclaves cristianos en Tierra Santa. Ello llevó, por ejemplo, a que uno de sus enemigos, Pedro Dubois, en una obra titulada “De recuperatione Terrae Sanctae” (1305-1307), propusiese la supresión de la Orden del Temple o su fusión con la Orden de San Juan. ¿Motivos? Pedro Dubois no señala ningún escándalo ni acusación como las que serán inventadas en Francia, sino simplemente señala que los templarios han perdido su razón de ser, pues no tienen peregrinos a los que escoltar…

 El drama inicia, como ya insinuamos, con las ambiciones económicas, las envidias y los odios de Felipe IV el Hermoso. ¿De dónde nacieron estas actitudes? No es fácil saberlo, sobre todo si señalamos que los templarios (de origen francés) apoyaron al rey en sus disputas contra Bonifacio VIII, y que el mismo rey confirmó, el año 1304, todos los privilegios dados en Francia a la Orden militar.

Pudo haber influido en Felipe IV un hecho personal: en 1306, tras una sublevación ocurrida en París, el rey encontró protección segura al refugiarse en la fortaleza (el Templo) que tenían los templarios de la ciudad. Quizá este hecho hizo pensar al monarca en el “peligro” que implicaba la existencia de un grupo de hombres tan poderosos, y le llevó a poner en marcha la idea de destruirlos. Una vez más la historia muestra cómo la gratitud es una virtud muy extraña entre los hombres, pues el que los templarios hubiesen defendido y salvado la vida del rey debería haber sido un motivo suficiente para refrenar las ambiciones del monarca…

Hemos de recordar, además, que la Orden del Temple era famosa por sus riquezas, y que fungía en muchos lugares como si se tratase de una especie de “banco”, capaz de dar préstamos, de custodiar bienes de valor, etc. Según parece, cuando Felipe el Hermoso estuvo en el Templo de París, fue llevado a contemplar el abundante tesoro custodiado por los templarios. La ambición se despierta de modo muy intenso a través de la vista, máxime cuando eran cuantiosas las deudas que agobiaban al rey francés.

Había que conseguir dinero, de modo rápido y sin intereses. Una primera acción de Felipe IV consistió en arrestar y exiliar a todos los judíos de su reino el 21 de julio de 1306, lo que le permitió apropiarse de todos sus bienes. Más tarde, en 1311, haría algo parecido con los mercaderes italianos. En 1307 les llegaba el turno a los templarios. Para acaparar sus riquezas, sin embargo, habría que anular su poder, su prestigio y, sobre todo, su dependencia directa del Papado.

La primera fase consistió en buscar y reunir acusaciones contra los templarios. Entre los primeros “testigos” encontramos a un personaje turbio, Esquiu de Floyran, que decía haber sido templario y que había cometido diversos delitos que le llevaron a la cárcel. Una vez en libertad, se dirigió primero a la corte del rey de Aragón, Jaime II, con una serie de graves acusaciones contra la Orden del Temple que habría obtenido, supuestamente, de un templario apóstata conocido en la cárcel. El rey aragonés no hizo ningún caso de estas acusaciones, y entonces Esquiu marchó a Francia. No es fácil imaginar que alguien dirigía los pasos y las acusaciones de este hombre, como antes alguien había coordinado e incitado a tantas personas, incluso eclesiásticos, a proferir acusaciones absurdas contra Bonifacio VIII…

Las calumnias de Esquiu fueron, obviamente, muy bien acogidas por Felipe el Hermoso, y no falta quien insinúa que detrás de Esquiu estaba la astucia y la imaginación de Guillermo de Nogaret. El rey pudo también “reunir informaciones” de algunos templarios que habían dejado la orden o habían sido expulsados por su mala conducta (lo cual ya los hace testigos poco fiables). Incluso el rey instigó a doce falsarios para entrar en la Orden y actuar como espías, para poder testificar así contra los templarios.

Felipe IV iba informando de las distintas críticas y acusaciones al Papa para preparar el terreno a la hora de presionarle a iniciar un proceso contra la Orden del Temple. Clemente V empezó a dudar de la inocencia de los templarios y llegó a pensar en la necesidad de una investigación, una idea que barruntaba ya en el verano de 1307.

Previamente, el rey había realizado una maniobra que resultó vital para su proyecto. El Maestre de los templarios, Jacobo (Jacques) de Molay (ca. 1243-1314), residía en Chipre (que, como dijimos, esa la sede central de la Orden) y habría que atraerlo a Francia. El Papa lo llamó, quizá en parte con la idea de que había que analizar ciertos proyectos para preparar la conquista de Tierra Santa, quizá también para pedirle una defensa de la Orden. Jacobo no intuyó el peligro al que iba a exponerse, y partió hacia Francia con un nutrido grupo de caballeros. El rey, de manera cínica, lo agasajó grandemente en París, e incluso le permitió ser padrino de uno de sus hijos. La víctima había caído, sin saberlo, en una complejísima telaraña de la que sólo lograría librarse con la muerte.

Mientras, Felipe IV terminaba de mover las últimas piezas para que el plan fuese perfecto. Tenía como confesor a Guillermo Imbert, que era, además, el gran inquisidor del reino. Con su apoyo, en nombre de la Inquisición, el rey podía echar mano a los templarios bajo la falsa acusación de herejía, con lo que evitaba el problema de la invulnerabilidad de una Orden que dependía directamente del Papa.

Empieza el drama. El 14 de septiembre de 1307, el rey envía órdenes secretas para que la mañana del día 13 de octubre se proceda al arresto de los templarios presentes en su reino y a la incautación de todos sus bienes. La ejecución del mandato real cogió de sorpresa a Jacobo de Molay (que se encontraba en París, preparando un viaje a la corte papal para defender a la Orden de las acusaciones que corrían ya por todas partes) y a los más de 1000 templarios (tal vez 2000) residentes en Francia. Para tal arresto masivo, el rey contó con un eficaz ejército privado y una especie de policía, que ya habían mostrado su destreza a la hora de arrestar y expulsar a los judíos. La “conquista” de la fortaleza (el Templo) que los templarios tenían en París corrió a cargo del mismo Nogaret, que convirtió a aquel recinto en la cárcel de los que antes eran sus propietarios…El golpe fue tan inesperado que el mismo Papa Clemente V tuvo que protestar ante el abuso real, con una carta fechada el 27 de octubre de ese mismo año 1307. Envió, además, a dos cardenales, Berenguer Fredol y Esteban de Siuzy, para conminar al rey a que pusiese en sus manos las personas y los bienes de los templarios. Veremos en seguida cómo maniobró el rey ante esta petición papal.

Antes de la llegada de los dos cardenales, el rey empezó a conseguir “resultados” muy favorables a sus planes. Los comisarios reales torturaban a los templarios y les obligaban a confesar sus delitos. Cuando éstos cedían psicológicamente, llamaban a los inquisidores que recogían las “confesiones” de los presuntos culpables. Muchos templarios sucumbieron y se acusaron de delitos contra la fe y contra la moral (normalmente de aquellos delitos sobre los que se les preguntaba según una lista previamente preparada por los inquisidores).

Jacobo de Molay, que tenía unos 64 años, cedió a la presión psicológica, si bien parece que no fue torturado físicamente. El 24 de octubre de 1307 declaró, ante el inquisidor Imbert y varios testigos, haber renegado de Cristo y haber escupido sobre la cruz. Más aún, envió una carta a todos los templarios de Francia para que confesasen, por mandato suyo, aquellos delitos de los que fuesen acusados. No es el momento de juzgar este gesto de debilidad. Quizá lo comprenderíamos mejor si dejásemos de pensar que los héroes son impasibles, cuando en realidad son tan humanos que también pueden tener sus momentos de flaqueza. Jacobo no soportó la presión psicológica y firmó una falsa confesión de delitos. Veremos que, en el decurso de los hechos, aumentará su entereza moral y llegará a dar, con su muerte, testimonio de amor a la verdad y de la inocencia de su Orden.

Los dos cardenales enviados por el Papa fueron recibidos con bastante retraso. El rey los acogió con benevolencia. Renovó sus promesas, llenas de no poca hipocresía, de fidelidad a la Iglesia, y manifestó su disponibilidad de entregarles las personas de los templarios, pero sin liberar, por el momento, a ninguno. Poco tiempo después los cardenales consiguieron entrevistar a Jacobo de Molay y a varios templarios en la cárcel, y éstos hicieron sus primeras retractaciones.

El Papa, por su parte, estaba indignado por el papel que la Inquisición había jugado en Francia contra los templarios. Por eso, a inicios de 1308, suspendió de su cargo a Guillermo Imbert. Además, privó a la Inquisición francesa de competencias en el asunto de los templarios, y pasó el proceso a los tribunales diocesanos. Por desgracia, el Papa no mantuvo estos gestos de valor, pues más adelante, bajo las presiones del rey, confirmó a Imbert como juez para el caso de los templarios.

Mientras, Felipe IV había enviado una pregunta a la facultad teológica de París: ¿tenía el rey de Francia la facultad de apresar, juzgar y condenar a los herejes? La facultad le dio una respuesta negativa. Entonces empezó a promover, a través de Pedro Dubois (jurista francés rico en ardides y precursor de la “propaganda” panfletaria, al que ya mencionamos por un primer escrito contra los templarios), una serie de ataques contra Clemente V, al que acusaba de poca firmeza para gobernar la Iglesia y de haberse dejado sobornar por los templarios. En uno de sus escritos, Dubois le recuerda al rey cómo Moisés conminó a los israelitas para que asesinasen a los infieles del pueblo, sin pedir permiso a Aarón: también el rey podría actuar así, sin tener que avisar al Papa…

Para aumentar su presión sobre Clemente V, Felipe IV convocó los estados generales para el 5 de mayo de 1308, en la ciudad de Tours. Allí recibió un apoyo casi unánime: los templarios merecían la pena de muerte por ser herejes y por haber cometidos crímenes nefandos. Las calumnias y las presiones del rey habían logrado una nueva victoria, y todavía quedaba uno de los puntos más difíciles: doblegar la voluntad del Papa.

El rey quiso encontrarse con Clemente V en la ciudad de Poitiers (que fue durante bastante tiempo residencia provisional del Papa), de mayo a julio de 1308. El rey reconoció al Papa su competencia para juzgar a la Orden del Temple, si bien “se ofrecía”, para “ayudar” al Papa, a mantener en arresto a la mayor parte de los templarios. Permitió, además, que un grupo de templarios, bien seleccionados, se presentasen ante el pontífice, al mismo tiempo que inventaba excusas absurdas para impedir que Jacobo de Molay y otros jefes insignes de la Orden pudiesen ser interrogados por el Papa. Los prisioneros seleccionados se acusaron de tales delitos y con tanto descaro que Clemente V quedó muy impresionado.

Fue entonces cuando el Papa se decidió del todo a iniciar el proceso, llevado a cabo en un doble binario. Por un lado, habría un proceso pontificio, en el que se analizasen los eventuales delitos de la Orden en su conjunto; por otro, los obispos realizarían procesos diocesanos para analizar los presuntos delitos de los templarios en cuanto personas particulares.Además, y siempre bajo las presiones del rey, el 22 de noviembre de 1308 Clemente V pidió que fuesen arrestados y juzgados los templarios de las demás naciones cristianas, y que sus bienes pasasen bajo el control de la Iglesia. Aludiremos un poco más adelante a cómo fue acogida y aplicada la orden papal.

Hubo que esperar a noviembre de 1309 para que diese inicio el proceso pontificio contra la Orden del Temple. Fue llamado a declarar Jacobo de Molay. Después de unos momentos de vacilación, defendió públicamente la inocencia de la Orden, y declaró su fe católica, lo cual era una importante retractación pública de lo que había firmado bajo las presiones psicológicas durante los primeros meses. Las palabras de Molay debieron de sentar muy mal a uno de los personajes presentes en la comisión y que ya nos es suficientemente conocido: Nogaret. Con permiso del obispo que presidía el tribunal, Nogaret empezó a interrogar a Molay y éste le desmintió sus acusaciones llenas de veneno. Al final, Jacobo de Molay pidió que se le concediese la gracia de escuchar misa, lo cual no pediría alguien que fuese verdaderamente hereje…

Durante el proceso, otros caballeros templarios empezaron a retractar sus “autoacusaciones”. Uno de ellos, Ponsard de Gisi, tuvo la osadía de exponer a qué torturas había sido sometido para ser obligado a declararse culpable:

“Tres meses antes de mi confesión me ataron las manos a la espalda tan apretadamente que saltaba la sangre por las uñas, y sujeto con una correa me metieron en una fosa. Si me vuelven a someter a tales torturas, yo negaré todo lo que ahora digo y diré todo lo que quieran. Estoy dispuesto a sufrir cualquier suplicio con tal de que sea breve; que me corten la cabeza o me hagan hervir por el honor de la Orden, pero yo no puedo soportar suplicios a fuego lento como los que he padecido en estos dos años de prisión”.

Cada vez eran más los templarios que retractaban lo firmado bajo torturas y que se mostraban dispuestos a defender a su Orden. Entre febrero y abril de 1310, más de 500 templarios quisieron dar este paso y se ofrecieron para hablar ante los jueces en París. Muchos de ellos sabían a qué se estaban arriesgando: en aquel tiempo, el hereje que primero confesaba sus errores y luego se retractaba, podía ser condenado a la hoguera.Ante tal multitud de hombres dispuestos a defender a la Orden, los jueces determinaron que los templarios escogiesen a algunos representantes que pudieran hablar en nombre de todos. Fueron elegidos Pedro de Bolonia (Pietro di Bologna) y otros tres templarios. El 1 de abril de 1310 entregaron un primer escrito de defensa, en el que negaban como absurdas las acusaciones, recordaban que muchos templarios habían confesado a causa de las torturas y del miedo a la muerte, y pedían, finalmente, lo siguiente:

“Imploramos la misericordia divina, que se haga justicia, puesto que ya por un tiempo excesivo hemos padecido una persecución injusta. Como cristianos fieles y fervorosos pedimos la recepción de los sacramentos de la Iglesia”.

No faltaron, hay que reconocerlo, algunos ex-templarios que renovaron las acusaciones contra la Orden, así como otros prisioneros que ratificaron sus confesiones acusatorias. Pero las contradicciones sobre algunos puntos eran tan manifiestas que los jueces no consiguieron mucho de estas declaraciones.

La valentía recobrada por las víctimas ponía al rey en graves problemas, y tuvo que pensar, con sus ministros, un golpe de mano que asustase a muchos y produjese un fuerte impacto en la “opinión pública”. Para ello, el rey contó con la complacencia del nuevo arzobispo de Sens, Felipe (Philippe) de Marigny, hermano de uno de los ministros de Felipe IV, que tenía la competencia de juzgar a los templarios encarcelados en la zona de París. Preparó un tribunal eclesiástico apresurado para juzgar a algunos templarios que habían retractado las acusaciones anteriores. Los procuradores de los templarios, apenas conocieron la noticia, avisaron a la comisión pontificia de lo que estaba por ocurrir; incluso Pedro de Bolonia entregó un documento de apelación al Papa. Pero sus peticiones no fueron atendidas.

Así, el 11 de mayo de 1310, 54 templarios acusados como “relapsos” (es decir, acusados del “delito” de haberse retractado y de haber querido defender a la Orden ante una comisión pontificia que debería guardar secreto de sus interrogatorios), fueron condenados a muerte, sin que se les dejase ningún margen de defensa. Al día siguiente, 12 de mayo de 1310, los 54 condenados entonaron el “Te Deum” (himno de acción de gracias), antes de que el fuego los consumiese vivos.

Poco tiempo después, otros 15 templarios, en diversos lugares, fueron asesinados en la hoguera. En las cárceles, sea por las torturas, sea por la misma insalubridad de las prisiones, la muerte había causado ya no pocas víctimas entre los templarios que mendigaban un poco de justicia humana. A muchos de los que morían en las cárceles les fueron negados los sacramentos y la sepultura en un cementerio cristiano.El rey imponía, de este modo, el sistema del terror. Muchos templarios dispuestos antes a retractarse dejaron ahora de hablar en favor de su Orden. Otros, como el mismo Pedro de Bolonia, escaparon, pues se dieron cuenta de que la maquinación contra la Orden era más poderosa que las más elementales normas de justicia, y que no había ningún margen de defensa equa. No faltaron algunos que continuaron en su empeño por defender al Temple. Como aquel templario que, el día 13 de mayo de 1310 (un día después de la muerte de sus 54 compañeros), se atrevió a declarar ante la comisión pontificia:

“Yo he confesado algunos artículos a causa de las torturas que me infligieron Guillermo de Marcilli y Hugo de la Celle, caballeros del rey, pero todos los errores atribuidos a la Orden son falsos. Al mirar ayer cómo eran conducidos a la hoguera 54 freyres por no reconocer sus supuestos crímenes, he pensado que yo no podré resistir al espanto del fuego. Lo confesaré todo si quieren, incluso que he matado a Cristo”.

¿Qué ocurría, mientras, en otras naciones? No nos detenemos ahora para hablar de lo que ocurrió en tantos lugares entre 1307 y 1312. Podemos decir, en modo de resumen, que hubo reyes, como Jaime II de Aragón y Eduardo II de Inglaterra, que inicialmente defendieron a los templarios por su fama y los nobles servicios prestados a los reinos cristianos. Pero cuando se hizo pública la orden papal de arrestar a los templarios y “poner a salvo” sus bienes, la catástrofe fue inevitable.

En algunos lugares, los templarios fueron sometidos a tormentos, pero ello no les llevó a declararse culpables, mientras que en otros, algunos de los torturados confesaron aquellos delitos que no habían cometido. Hubo también varios procesos diocesanos en los que se declaró la inocencia de los caballeros del Temple. No faltaron monarcas que aprovecharon la situación para expropiar a los templarios de sus bienes, a pesar del disgusto de Clemente V.

El caso de Aragón fue especialmente interesante, pues los templarios fueron declarados inocentes en el proceso inquisitorial. El rey, sin embargo, decidió apoderarse de sus bienes, y los templarios se alzaron en armas. Fue el único lugar donde ofrecieron una resistencia militar en toda regla. Jaime II tuvo que conquistar, uno por uno, los castillos de la Orden presentes en su reino.

En Portugal, en cambio, los templarios gozaron del favor del monarca reinante, don Diniz. Éste los tomó bajo su custodia y dejó que el proceso diocesano siguiese su curso normal. Terminadas las averiguaciones, los templarios fueron declarados inocentes, y el rey quiso “fundar” de nuevo a la Orden (ya suprimida por el Papa) con el nombre de Caballeros de Cristo. En Alemania los procesos canónicos mostraron también la inocencia de los templarios.

Es oportuno notar que en Chipre, la sede central de los templarios, fue organizado un proceso contra los miembros de la Orden (unos 180 en la isla). De entre ellos, muchos eran franceses y de otros lugares de Europa, y ninguno admitió conocer delito alguno de aquellos caballeros que habían sido antes compañeros en el Temple y que ahora confesaban culpas absurdas en las prisiones de Francia.

La disolución de la Orden del Temple

El golpe final contra los templarios sólo podía darlo el Papa, y Clemente V pensó hacerlo con el apoyo de un concilio. Así, se convocó el concilio de Vienne (1311-1312), que tenía ante sí tres asuntos centrales: el “problema” de los templarios, la organización de una cruzada en Tierra Santa, y la reforma de la Iglesia. Mientras se organizaba el concilio siguieron los interrogatorios individuales de templarios por parte del obispo de París, en los que los miembros de la Orden mostraron su debilidad con retractaciones y autoacusaciones que se sucedían continuamente.

Las presiones del rey, para proceder al concilio, eran muy fuertes, y supo combinarlas con una carta escondida que mostraba en los momentos difíciles: cuando intuía que el Papa podía tomar una actitud más favorable a los templarios, “resucitaba” el tema del proceso contra Bonifacio VIII (que había quedado un poco entre paréntesis) para dar a entender que si el Papa no accedía a los deseos del rey podría volver a encontrarse con nuevas presiones para juzgar la memoria del Papa Caetani, esta vez en un concilio universal.

Además, el tema de la cruzada influía no poco en Clemente V. En efecto, el Papa veía que al contentar a Felipe el Hermoso con la supresión de los templarios, podría facilitar luego el apoyo francés para encabezar un poderoso ejército al que se unieran los demás reyes cristianos.

El concilio inició el 16 de octubre de 1311. La curia papal había reunido un enorme material con las actas y procesos preparados en las comisiones pontificia y diocesanas. En una consulta secreta que se tuvo en diciembre de ese mismo año 1311, Clemente V preguntó si era conveniente dar opción de defensa a los templarios, y la mayor parte de los obispos respondió afirmativamente. Pero, como veremos, tal defensa no tuvo lugar, pues el concilio dejó de lado el proceso para “cerrar” el tema con una decisión más de oportunidad política que de respeto a la justicia.

En una comisión interna que se dedicó a analizar las actas, muchos hicieron notar que no cabía, en justicia, una condena contra la Orden del Temple. No faltaron voces prestigiosas, sin embargo, que se alzaron a favor de la supresión de los templarios.

Por su parte, el rey francés volvió a jugar la baza de la presión política: convocó unos nuevos estados generales en Lyon, en febrero de 1312, y volvió a hacer presentes los muchos crímenes cometidos por los templarios. Además, envió a Nogaret y a otros embajadores a la sede del concilio, Vienne, para ejercer una mayor presión sobre el Papa. Hizo llegar un poco más tarde una carta, fechada el 2 de marzo de 1312, donde pedía insistentemente a Clemente V que suprimiese a los templarios y diese sus bienes a otra orden. El 20 de marzo, el rey llegaba a la ciudad del concilio acompañado de un nutrido séquito.

Dos días después de la llegada de Felipe V, el Papa reunió un consistorio particular para dirimir la cuestión. La mayoría de los participantes votaron a favor de la supresión de los templarios, no por vía judicial (lo cual evitaba el hacer un juicio público en el que sería posible que los templarios se defendiesen) sino por vía “de provisión apostólica” (por una decisión administrativa).

El Papa quedó tranquilo. Preparó la bula “Vox in excelso” (que lleva la fecha de 22 de marzo de 1312), y la presentó al concilio el 3 de abril de 1312. El concilio no puso objeciones a la decisión papal. En la sesión solemne, junto al Papa, estaba sentado el rey francés: había triunfado, al menos a los ojos de quien ve la historia sólo como un conjunto de intrigas y maniobras humanas.

Los templarios fueron suprimidos, explicó el Papa, no como consecuencia de un juicio condenatorio, sino como provisión apostólica en virtud de los poderes papales. ¿Qué motivos se adujeron para tal decisión? El Papa reconoció que no había sido probada la culpabilidad de la Orden; pero, como la Orden se encontraba tan fuertemente difamada, y algunos de sus dirigentes habían dado confesión espontánea (así dijo Clemente V) de sus crímenes y delitos, ya no podía cumplir su fin propio (servir y defender la Tierra Santa), y era algo casi seguro que ya nadie querría ingresar en la misma.

Podemos decir, por tanto, que los templarios no fueron suprimidos en cuanto culpables: los delitos no habían sido suficientemente probados, ni eran válidas las declaraciones firmadas bajo las torturas, ni se había dado espacio a una defensa digna de tal nombre, ni se habían respetado numerosos aspectos necesarios para un mínimo respeto a la justicia. Fueron suprimidos simplemente porque así lo decidió un Papa sometido a la presión injusta de un rey ambicioso.

Quedaban dos asuntos pendientes en todo este largo proceso. El primero se refería a los bienes de los templarios. ¿Qué hacer con ellos? Felipe IV el Hermoso, a través de sus ministros, ya había echado mano a buena parte del tesoro de la Orden del Temple en París, pues desde 1307 mejoró notablemente su economía. Pero había que tomar una decisión que fuese aceptada por el Papa. Aunque el rey manifestaba su deseo de que los bienes fuesen entregados a una nueva Orden militar, el Papa determinó, con la bula “Ad providam Christi Vicarii” (2 de mayo de 1312) que los bienes confiscados (los que quedaban…) fuesen destinados a la Orden de San Juan de Jerusalén, menos aquellos bienes que se encontraban en los reinos hispánicos, sobre cuyo reparto hubo que esperar diversos años.

Según parece, el rey francés tenía planeado, con su fiel Nogaret, iniciar también un proceso contra los Hospitalarios, pero la muerte les detuvo en sus ambiciones. De todos modos, el rey se vio libre de sus no pequeñas deudas con los templarios, y recibió importantes sumas de dinero por diversos conceptos relacionados con el largo proceso, con lo que en parte su ambición quedó satisfecha.

El segundo asunto era más delicado. ¿Qué hacer con las personas de los templarios? Clemente V determinó, el 6 de mayo de 1312, que continuasen los procesos diocesanos, mientras que el juicio sobre el Maestre y otros dirigentes de la Orden quedaría reservado al Papa (cosa que, en realidad, delegó a una comisión de eclesiásticos). Estableció asimismo que se asegurase la devolución de sus bienes a los templarios inocentes, y que fuesen tratados benignamente aquellos que confesasen sus culpas.

Los dirigentes de los templarios fueron juzgados por dos cardenales y el arzobispo de Sens, Felipe de Marigny (que ya conocemos por sus arbitrariedades), según una decisión del Papa en diciembre de 1313. El 18 de marzo de 1314, sin haber dejado espacio a la defensa de los acusados, se emitió la sentencia en una sesión pública que se tuvo en la misma París: cadena perpetua a los culpables. Jacobo de Molay y Godofredo (Geoffroy) de Charney (que era preceptor de Normandía), sin que nadie les preguntase, tomaron la palabra y declararon ante los presentes su inocencia.

“Nosotros no somos culpables de los crímenes que nos imputan; nuestro gran crimen consiste en haber traicionado, por miedo de la muerte, a nuestra Orden, que es inocente y santa; todas las acusaciones son absurdas, y falsas todas las confesiones”.

Este gesto de valor impresionó profundamente a los presentes. Los jueces decidieron tener al día siguiente una nueva sesión para decidir qué hacer después de lo ocurrido. Pero la noticia llegó con rapidez al rey, que no quiso esperar más tiempo. Ordenó por su cuenta que los dos templarios fuesen quemados vivos ese mismo día. Jacobo de Molay y Godofredo de Charney morían bajos las llamas, pocas horas después, en una isla del río Sena. Algunos dice que Jacobo, antes de morir, pidió que le aflojasen las cadenas para poder unir sus manos como gesto de un caballero que quiere rezar a Dios. No se dio sepultura a los cuerpos de las víctimas: sus cenizas fueron arrojadas a las aguas del río, testigo mudo de una injusticia absurda.


La muerte nos iguala a todos. Pocos meses antes de la muerte de Jacobo de Molay, en 1313, Guillermo de Nogaret dejó este mundo para presentarse al juicio verdadero, el que se produce ante Dios. El Papa Clemente V, con el agravarse de sus enfermedades, quiso salir de Aviñón para dirigirse a su tierra natal, pero falleció antes de llegar a su meta, el 20 de abril de 1314. Felipe IV pudo saborear pocas meses su “victoria”, pues moría en el otoño de ese mismo año.

Algunas reflexiones conclusivas

 Los hechos presentados hasta ahora suscitan, en nosotros, reacciones vivas de dolor ante tal cúmulo de injusticias. Nos faltan, desde luego, elementos de contextualización de una época en la que las injerencias políticas en asuntos religiosos eran tristemente frecuentes, si es que no eran defendidas incluso a través de pseudorazonamientos teológicos o de escritores panfletarios. El mundo europeo vivía, además, unos momentos de convulsión, en el que las luchas internas entre los nobles de los reinos, entre las naciones y los pueblos, entre el papado y algunos monarcas, se combinaban con las presiones que, de diverso modo, ejercían algunos pueblos dominados principalmente por grupos musulmanes que querían conquistar nuevas tierras “cristianas”.

Los sistemas jurídicos permitían, además, un complicado juego de interacciones entre tribunales eclesiásticos y tribunales civiles. El uso de la tortura, algo normal en los reinos medievales, era también admitido como “método” para obtener la confesión de culpables que no “serían capaces” de confesar sus delitos y herejías sin una presión “proporcionada” al grado de su nivel de perversiones.

Tenemos que reconocer, sin embargo, que la tortura era suficiente para amedrentar incluso a caballeros y soldados que se distinguían por su valor en la guerra, como lo habían sido los templarios. Pero un momento de miedo o de abatimiento no puede ser motivo suficiente para descalificar completamente a una persona. Jacobo de Molay y otros templarios firmaron, bajo tortura, confesiones de delitos falsos, y ello puede ser interpretado ciertamente como un gesto de debilidad. Pero la historia de cualquier caballero (de cualquier ser humano) no queda circunscrita sólo a una parte de su vida, por muy oscura y triste que pueda aparecer, sino que abarca la totalidad de sus gestos y el nivel de su adhesión sincera y perseverante a la fe y al amor.

Podemos recordar aquí lo que fue afirmado en un concilio provincial que tuvo lugar en Ravena, en junio de 1311 (es decir, en medio de la tempestad contra los templarios): debían ser considerados inocentes quienes, después de haber declarado su culpabilidad bajo torturas, luego se retractaban. Es, por tanto, legítimo decir que las autoacusaciones firmadas por los templarios tras las torturas no valen nada. Como hemos podido constatar, tristemente, en numerosos procesos organizados por los sistemas totalitarios del siglo XX, procesos en los que miles de inocentes se declaraban culpables de crímenes que nunca habían cometido.

Por lo mismo, Jacobo de Molay merece, como tantos otros templarios, un homenaje. Su último gesto de heroísmo le convierte en un auténtico testigo de la verdad y la justicia. La historia debe reconocer que se enfrentó a fuerzas poderosas y a intrigas profundas, capaces de destrozar, ayer como hoy, incluso a los temperamentos más robustos. Jacobo sucumbió al inicio de la prueba. Pero supo alzarse desde sus cenizas para defender, hasta el último gesto de su vida, la inocencia de la Orden del Temple.

Muy distinto, en cambio, debería ser nuestro juicio sobre el rey Felipe IV el Hermoso, un triste esclavo de su propio poder, un hombre capaz de ampararse hipócritamente en su “amor a la Iglesia” para destruir y aniquilar a inocentes a través del uso de todo tipo de argucias y de fechorías, con la mirada puesta solamente en sus ambiciones de grandeza y dinero; un tirano capaz de todo con tal de dar rienda suelta a odios profundos o a envidias despreciables.

Quedaría, ciertamente, ofrecer alguna reflexión sobre las numerosas y a veces absurdas leyendas que giran en torno a los templarios. Intentar una respuesta acerca de las mismas llevaría un trabajo arduo para ver cómo y por qué han sido inventadas, aceptadas y difundidas narraciones llenas de fantasía y errores que muestran muy poco sentido histórico y, en no pocas situaciones, mala fe y deseo de engañar al gran público.Sería, sin embargo, una pérdida de tiempo luchar contra una nube de mentiras y calumnias. El camino más correcto a seguir, en el estudio de cualquier asunto del pasado, es confrontarse con los documentos y dejar de lado suposiciones que se difunden con facilidad pero que carecen de apoyos sólidos. Es lo que hemos pretendido con estas reflexiones que, desde luego, habrá que corregir si nuevos documentos auténticos (la misma historia nos ha mostrado que existen documentos falsos y que a veces tienen una acogida enorme) ofrezcan elementos de juicio que lleven a modificar lo que los estudiosos actuales nos dicen sobre el tema en cuestión.

En este sentido podemos señalar que, a inicios del año 2006, fue dado a la luz un documento reencontrado en los archivos vaticanos en el que se recoge la absolución del Papa Clemente V a Jacobo de Molay y a los dirigentes de los templarios, documento que lleva la fecha de 17-20 de agosto de 1308 y que está firmado por varios cardenales. El documento, conocido como “folio de Chinon”, puede ser visualizado en la página del Vaticano (cf. http://asv.vatican.va/es/doc/1308.htm). Posteriormente, cuando se cumplían los 700 años del inicio del drama de los templarios (octubre de 2007) vio la luz el volumen histórico “Processus contra Templarios”, que recoge los originales de las actas del proceso oficial contra los templarios (desde junio de 1308 hasta el año 1311).

La historia de los templarios nos pone, como cada historia humana, ante el misterio del ser humano. Grande por ser amado por Dios, por haber recibido un alma inmortal, por haber sido redimido por Cristo. Pequeño por las heridas que el pecado original deja en todos. También en caballeros como los templarios, humillados ante la fuerza de un rey, sometidos ante un Papa que se vio aprisionado en un absurdo juego de intereses humanos, víctimas de la codicia de un rey asesino.

Los templarios fueron derrotados: dejaron de existir como institución al servicio de la Iglesia en su marcha temporal. Cuentan, sin embargo, con un lugar en el corazón de Dios según la medida de su amor y de su confianza en Cristo, Salvador del mundo y Señor de la historia, Juez que conoce los corazones y que descubre verdades que escapan a los ojos del más atento investigador, pero no de quien nos ha creado por amor y para el amor.

El juicio a los Templarios II


Dentro de los Archivos secretos del Vaticano está el pergamino de 60 metros, con todo lo referente al juicio a la Orden de los Templarios

Un pergamino de 60 metros, escrito entre el 17 y el 20 de agosto de 1308, con la confesión de los templarios ante los tres cardenales enviados por el papa Clemente V al castillo de Chinon. Los visitantes podrán recrearse con el pergamino  que contiene la confesión que los templarios realizaron a los enviados de Clemente V en el castillo de Chinon.

Aunque la existencia de dicho documento es ya conocida, el pergamino desvela ahora que el Pontífice estuvo a punto de absolver al Gran Maestre de la Orden, Jacques de Molay, y a otros líderes que llevaban en ella desde la adolescencia.

Ninguno aceptó la culpabilidad en su totalidad, pero todos ellos admitieron la negación de Cristo, escupir sobre el crucifijo, la incitación a la sodomía y la adoración a un ídolo. Sin embargo, como todos abjuraron del cargo de herejía fueron recogidos de nuevo bajo la protección del Papa.

Clemente V intentó por todos los medios retrasar con arduas investigaciones el juicio a los templarios, pero la presión del monarca Felipe 'el hermoso' pudo más que las buenas...intenciones del Pontífice con la Orden y el 3 de abril de 1312 publicó la bula 'Vox in Excelso' donde la Orden del Temple quedó prohibida para siempre.

Con la absolución sacramental de los dignatarios del Templo y el juicio contra la Orden de los Templarios la absolución sacramental de los dignatarios del Temple llegó en agosto de 1308.Los templarios ya habían sido juzgados por los inquisidores franceses y había admitido sus crímenes bajo tortura. 

Posteriormente, Clemente V envió al castillo de Chinon tres cardenales encargados de la tarea de cuestionar el gran maestro y los otros dignatarios: Hugues de Perraud, visitante de la Orden, Raymbaud de Caron y Geoffrey de Charny, preceptores de ultramar y Normandía, Godofredo de Gonneville , preceptor de Poitou y Aquitania.

Una vez que había confesado sus crímenes, los cinco hombres se les concedió la absolución sacramental y fueron reintegrados en la comunión cristiana. A partir de ese momento, sólo el Papa podía cuestionar, que les obliga a su testimonio, como una cuestión de hecho, retractándose habría hecho relapsi, es decir, aquellos que han repetido los crímenes que habían cometido antes de ser dado de alta. Y el castigo para el relapsi fue la muerte por la quema en la hoguera. 

Templarios ante los jueces: El juicio contra la Orden en suelo francés. 

Después de haber anulado todas las investigaciones anteriores llevadas a cabo por la Inquisición francesa contra los templarios (que había sido detenido por orden del rey francés Felipe el Hermoso), el Papa Clemente V tomó el juicio contra la Orden en sus propias manos.

Desde el día de la detención de los templarios franceses (Viernes 13, 1307), Clemente V había intentado por todos los medios posibles para contener los objetivos del rey: por preventivamente con los Caballeros del Templo detenidos, dondequiera que estén, por lo tanto tomando parte de las autoridades seculares (22 de noviembre 1307); al anular todas las actuaciones llevadas a cabo por la Inquisición francesa y los hombres del rey y, finalmente, mediante la descarga de setenta y dos caballeros y los cinco altos dignatarios.

¿Habría sido capaz de evitar la condena de la Orden, algo que el rey francés quería a toda costa?

Desde la supresión del Templo, Felipe se a reunido nada más que de ventajas: la gran deuda que había contraído con los Templarios, los banqueros de la Corona de Francia, que han sido eliminados y, además, habría finalmente, lograr hábilmente la confiscación de la riqueza de la poderosa Orden. 

El juicio se inició formalmente el 22 de noviembre 1309 y la defensa de los templarios se convirtieron cada vez más fuerte, sin embargo, en ese momento, el rey intervino magistralmente boicoteando el proceso. 

El 11 de mayo 1310, el arzobispo Felipe de Marigny, uno de los hombres de mayor confianza de Felipe y un miembro de su Consejo, convocó al consejo provincial de su diócesis en París, condenando así a cincuenta y cuatro Templarios que se encontraban en su jurisdicción como relapsi, ya que el investigación diocesana había confirmado las confesiones que habían hecho tras la detención en 1307, a pesar de que se había retractado ante el comisario papal.

Después de los cincuenta y cuatro fueron quemados, los templarios, aterrorizados, tiraron la toalla: entre noviembre y junio de 1311, casi un tercio de los Caballeros de seis centenares de forma espontánea se presentó ante los jueces, sólo para confirmar lo que había declarado en anteriores testimonios, retractándose, lo que significaba la muerte. 

Los testimonios de dos centenares de testigos falsos, teniendo en cuenta al mismo tiempo la contradicción y el deseo de frustrar la defensa de la Orden, están contenidas en el rollo de pergamino es de casi 60 metros lineales.

La maldición del Gran Maestre

"Clemente, juez inicuo y cruel verdugo, te cito a comparecer ante el tribunal de Dios en cuarenta días y a ti, Philippe, antes de un año" (Fr.+.Jacques de Molay, Gran Maestre)

"La justicia no se hizo esperar"

Clemente V (Bertrand de Gott o Goutt), natural de Villandrán, Gascuña. Murió de diarrea en la noche del 19 al 20 de abril de 1314, dentro de los cuarenta días de la muerte de Jacques de Molay. Lo dejaron al cadáver abandonado y desnudo toda la noche. Luego durante el velatorio cayó una vela que incendió el catafalco, carbonizando medio cadáver.

En 1577 los calvinistas entraron en Uzeste, destrozaron su tumba, quemaron sus restos y aventaron sus cenizas.

Felipe IV "el Hermoso", rey de Francia. Murió de fiebre y remordimientos el 29 de septiembre de 1314, dentro del año de la muerte de Jacques de Molay.Su muerte sobrevino por fiebre y gangrena de heridas ocasionadas por caída de su caballo durante una cacería a causa de un jabalí.

Luis X Hutin (también llamado el querellante o pendenciero) Hijo mayor y sucesor de Felipe el Hermoso. Murió envenenado el 5 de junio de 1316.

Felipe V le Long, el largo. Segundo hijo de Felipe el Hermoso. Murió el 3 de enero de 1322 en medio de horribles sufrimientos, maldecido por el pueblo a causa de los crecidos impuestos.

Casualidad o justicia Divina?

viernes, 25 de septiembre de 2020

Philippe du Plaissis

 Philippe du Plaissis, o du Pleissiez, o du Plaissiez (m. 12 de noviembre de 1209), fue un caballero francés nacido en Anjou (Plessis-Macé) en la segunda mitad del siglo XII que ingresó en la Orden del Temple en 1189, durante la tercera Cruzada, y llegó a ser el decimotercer Gran maestre de la Orden del Temple.

Biografía

Su elección a la cabeza de la Orden tuvo lugar entre enero y marzo de 1201, ya que uno de sus primeros actos como Gran Maestre fue la firma de un acuerdo con la Orden del Hospital sobre el riego de tierras y el uso de los molinos que las dos órdenes poseían en el condado de Trípoli, que lleva la fecha de 17 de abril de 1201.

Desde el comienzo de su mandato se vio enfrentado al rey de la Pequeña Armenia, pues éste se había apoderado de una fortaleza templaria situada en el principado de Antioquía. Después de una causa llevada a cabo por el papa Inocencio III, los templarios son expulsados de la Pequeña Armenia y sus bienes confiscados.

En 1201, Egipto y después Siria son asolados por una epidemia de peste, y en 1202 se produce un fuerte terremoto. La paz resulta necesaria para reconstruir las ciudades y pueblos destruidos. Philippe du Plaissis negocia una tregua con los musulmanes, en la cual rechaza asociar a los Caballeros Teutónicos. Cuando los Hospitalarios negocian también una tregua, ésta es rechazada a su vez por los Templarios. Estos conflictos internos provocan la intervención del Papa.

En efecto, la Orden del Temple ha contado siempre con el apoyo del papado (el 1 de febrero de 1205 Inocencio III confirma la bula de Anastasio IV Omne datum optimum) lo que provoca, sin embargo, constantes quejas de obispos y príncipes contra los templarios. No obstante, en 1208, Inocencio III se dirige a Philippe du Plaissis para recordarle que la obediencia es uno de los tres votos que pronuncia el templario en su ingreso en la Orden y que su incumplimento le hace apóstata. No parece que esta amonestación sea realmente escuchada por una orden que recluta a numerosos caballeros y que se enriquece con cuantiosas donaciones.

El registro de Reims fija la muerte de Philippe du Plaissis en el 11 de los idus de noviembre, es decir, el 12 de noviembre de 1209.

El Sitio de Damasco

 


El asedio de Damasco tomo lugar en julio de 1148, durante la Segunda Cruzada. Su resultado fue una decisiva victoria de las fuerzas musulmanas y el fin de la cruzada. Las dos principales fuerzas que marcharon a Tierra Santa en respuesta al llamado del papa Eugenio III estaban dirigidas por Luis VII de Francia y Conrado III de Alemania. Ambas marchas resultaron un desastre en su paso por Anatolia y terminaron muy mermadas.

Aunque el objetivo original de la cruzada era recuperar Edesa pronto fue reemplazado por la captura de Damasco, siguiendo los intereses del rey Balduino III de Jerusalén y los caballeros templarios. Tras el Concilio de Acre (24 de junio de 1148) se decidió definitivamente por atacar Damasco.

Los cruzados decidieron atacar Damasco desde el oeste, donde los huertos les proporcionarían un suministro constante de alimento. Después de haber llegado fuera de los muros de la ciudad, la que de inmediato fue puesta bajo asedio. El 27 de julio, los cruzados decidieron trasladarse a la llanura en la parte oriental de la ciudad, que era menos fortificada, pero había mucha menos comida y agua. Nur al-Din llegó con refuerzos musulmanes y le cortó la ruta de los cruzados a su posición anterior. Los señores locales cruzados se negaron a continuar con el asedio, y los tres reyes no tuvieron más remedio que abandonar la ciudad. Todo el ejército cruzado se había retirado a Jerusalén el 28 de julio.

Los Hermanos Livonios de la Espada


Los Hermanos Livonios de la Espada (en latín Fratres militiae Christi, literalmente la "Fraternidad del Ejército de Cristo", en alemán Schwertbrüderorden), también conocidos como Caballeros de Cristo, Hermanos de la Espada, Caballeros Portaespadas o Milicia de Cristo de Livonia, fue una orden militar católica fundada en 1202 por Alberto de Buxhoeveden, Obispo de Riga (Príncipe-Obispo de Livonia), y compuesta por monjes-guerreros alemanes (de Livonia).​ Estaba basada primordialmente en los estatutos de los Caballeros Templarios.

Historia de la Orden

Desde su fundación, la orden solía ignorar su supuesto vasallaje al obispado. En 1218 el Obispo pidió al rey danés Valdemar II apoyo contra la orden, pero Valdemar II concertó un acuerdo con la Hermandad y lo aprovechó para conquistar el norte de Estonia.

Los cuarteles de la Orden se encontraban en Viljandi (Fellin), en la actual Estonia, en donde las murallas del castillo todavía siguen en pie. Otras plazas fuertes incluían: Cesis (Wenden), Sigulda (Segewold) y Aizkraukle (Ascheraden). Los comandantes de Viljandi (Fellin), Kuldiga (Goldingen), Aluksne (Marienburg), Tallin (Reval) y el Bailío de Paide (Weissenstein) pertenecían al consejo de cinco miembros del Maestre de la Orden.

Como consecuencia de la tremenda derrota frente a lituanos en la batalla de Saule, en 1236, quedó la Hermandad fuertemente diezmada y tras autorización papal de 1237, se integraron en la Orden Teutónica, dentro de la cual serían conocidos como los Hermanos de la Orden Livona o los Hermanos Livonios de la Espada.


Nuestra Señora y el Temple


Un elemento fundamental, que no podemos pasar por alto, es el culto que los templarios profesaban a la Virgen María. Sin ninguna duda, la implantación de esta veneración se debe a Bernardo de Claraval; pero el sentido espiritual, y la devoción, iba más allá de la Madre de Dios; la Virgen era considerada especialmente como “mediadora”, se la llamaba en una oración la “Reina” del Salve Regina, la que intercede a favor de los hombres ante Cristo. Recordemos las palabras de devoción hacia la Virgen María, como Reina de la Orden, que se reflejan en la Regla primitiva del Temple.

“Nuestra Señora ha sido el comienzo de nuestra Religión, y en Ella y en Su Honor estarán si place a Dios, el fin de nuestras vidas y el fin de nuestra Religión, cuando Dios quiera que así sea”.

(La voz “Religión” debe entenderse en su antiguo sentido: se trata de la Orden o la congregación).

Decía San Bernardo, hablando de María: “Ella ha adquirido la restauración de la ciudad celestial y ha obtenido la redención de los que se encuentran asidos en las tinieblas […]. Por ella se levantan las ruinas de la Jerusalén celeste” (“Cuarto sermón para la Asunción”, 8). “María nos trae la redención; Ella es la mediadora ante Cristo y la Trinidad encuentra en Ella su gloria” (“Sermón sobre las doce prerrogativas de María”, 1 y 2). Y en las Letanías Lauretanas se dice: “Virgen poderosa, Virgen clemente, Virgen fiel”.

Algunas de las invocaciones a la Virgen manifiestan los esfuerzos que los autores inspirados de la Edad Media –y algunos iniciados cristianos- hicieron para expresar un conocimiento espiritual atribuido a la figura de Nuestra Señora. A nuestras mentes modernas les cuesta captar su verdadera dimensión y, siempre, estamos tentados a mirar con incredulidad y a considerar todo esto como creencias del pasado sin ningún valor aparente ni coherencia lógica. Precisamente, cuando se trata de relacionar un símbolo auténtico sólo se está procediendo a su corrupción y destrucción.

El gran rosetón de la fachada de la catedral de Nôtre-Dame de París tiene a la Virgen en el centro con el zodíaco en el círculo exterior; es una forma de proclamar que María es la emperatriz del mundo.

La virginidad significa obediencia a lo divino y cooperación con ello. Representa la naturaleza no caída. La Virgen simboliza el alma de la vida y, desde el punto de vista corporal, es la obediencia completa del cuerpo al alma. El alma cristiana no tiene nada más que hacer que realizar el estado marial; en el seno de María, por operación del Espíritu Santo, el Padre engendra a su propio Hijo.

El oficio de la Virgen es colaborar con lo divino, no sólo en la redención, sino también en la creación. La Virgen es co-creatrix, co-redemptrix, co-santificatrix, virgo, mater, regina … Cocreadora, corredentora, cosantificadora, virgen, madre, reina…

“Señora del Cielo, regente terrena, Emperatriz de los pantanos infernales” (Villón).

A menudo, la iconografía ha conferido a la Virgen un manto azul oscuro sembrado de estrellas, como Regina Coeli, Regina Coelorum, “Reina de los Cielos”.

Según el hermetismo cristiano, cuando uno alcanza una determinada esfera espiritual, y cuando la aspiración es auténtica y pura, se encuentra inevitablemente con la visión de la Santísima Virgen. Dicho encuentro es, pues, tan natural en el dominio espiritual como el hecho de tener madre en el plano de la familia terrena. Tal que trae consigo, pero sobre todo significa la protección contra un gravísimo peligro, ya que quien avanza hacia la esfera que se conoce como “cinturón de la mentira” –zona que rodea la Tierra como un cinturón de falaces espejismos y que los profetas y el Apocalipsis denominan “Babilonia”- corre el riesgo de extraviarse. Con la Virgen, el iluminado se encuentra protegido.

Nadie puede atravesar esta zona sin estar envuelto en una perfecta pureza o, dicho de otro modo, sin la protección del manto de la Santísima Virgen, el cual era, hace años, objeto de veneración y culto especial en Rusia, como “Manto de la Santísima Madre de Dios”. Éste puede ser el fundamento de esta plegaria que pertenece a la eucología latina:

“Augusta Reina de los Cielos y Señora de los Ángeles, tú que has recibido de Dios el poder y la misión de aplastar la cabeza de Satán, te lo pedimos humildemente, envía tus santas legiones para que, a tus órdenes y por tu poder, persigan a los demonios, los combatan en todo lugar, repriman su audacia y los arrojen al abismo”.

Algunos hermetistas cristianos aseguran que el mundo espiritual corresponde, con cierta exactitud, con lo que la Iglesia católica enseña: hay ángeles custodios; hay santos que toman parte activa en nuestra vida; que la Santísima Virgen es real y que los sacramentos son eficaces; que la oración es un poderoso medio; que el infierno, el purgatorio y el Cielo son realidades espirituales y que el Maestro sigue estando con su Iglesia.

No hay manera de cambiar el misterio de la Virgen María. Nuestra Señora del Temple no se deja sustituir, impunemente, ni por la “diosa razón”, ni por la “diosa evolución biológica”, ni por la “diosa economía”, ni por la “diosa cultura del entretenimiento”, ni por la “diosa del neopaganismo”. Se podrá creer o no creer, pero no ha podido sustituirse en el corazón del pueblo cristiano.

Vida cotidiana de los freires en la guerra y la paz

 
La Orden del Temple se había creado para la guerra, la idea original había sido la de establecer un instituto armado en el que los monjes-soldados pelearan contra los musulmanes en defensa de los peregrinos cristianos. Por ello, la disciplina tenía que ser muy estricta, y lo era en una doble dirección: de un lado la militar, imprescindible en una orden de caballería integrada por guerreros, y de otra la eclesiástica, obligatoria para quienes profesaban los votos de pobreza, castidad y obediencia y el compromiso de vivir de manera monacal.

La rígida disciplina imponía a los templarios un ritmo diario monótono y reiterativo, salvo cuando estaban en campaña o preparándose para la batalla. La mayor parte de los días discurrían en el convento, según el horario y las actividades que la regla imponía. Un templario no tenía oportunidad para la acción individual, no se le permitían iniciativas propias, no podía actuar por su cuenta, ni siquiera plantear nada que no estuviera contemplado en la regla. Todo cuanto hacía, todo lo que le sucedía estaba reglamentado y escrito en las normas de comportamiento que juraba seguir y cumplir al ingresar en la Orden. Dormir, rezar, comer, vestir, hablar..., todo estaba regulado.

Una jornada habitual comenzaba a la hora de maitines, cuando sonaba la campana y el templario tenía que levantarse y acudir con el resto de hermanos a rezar en la capilla del convento el primer oficio del día y veintiséis padrenuestros; sólo los enfermos o los que hubieran trabajado en algún servicio especial el día anterior tenían permiso para quedarse en la cama. En la capilla durante las oraciones permanecía en pie, para dominar así el cuerpo, aunque la regla admite que se podía sentar tras oír el salmo Venite para levantarse después del Gloria Patrí. Finalizado este primer oficio religioso, se dirigía a los establos y allí inspeccionaba los caballos y su equipo, y si algo no estaba bien debía dejarlo en perfectas condiciones con la ayuda de su escudero. Una vez finalizada esta tarea regresaba a la cama, todavía de noche, para seguir durmiendo.

A la hora prima, al amanecer, sonaba de nuevo la campana, y tenía que levantarse de inmediato, vestirse completamente y acudir a la capilla para oír el segundo oficio religioso del día y una misa; tras ello acudía de nuevo a revisar su equipo, su armadura y las tiendas de campaña. A lo largo de la mañana tenía que asistir a dos nuevos oficios religiosos, los de las horas tercia y sexta, y rezar hasta sesenta padrenuestros, treinta para los vivos y treinta para librar a los muertos de las penas del Purgatorio.

A mediodía sonaba la campana anunciando la hora de la comida; la primera llamada era para los caballeros, y la segunda para los sargentos. Salvo causa mayor, nadie podía faltar en el refectorio. Una vez allí esperaba en pie a que llegara un sacerdote, para bendecir la mesa, en la que siempre había pan, agua y vino; antes de sentarse rezaba un padrenuestro. Mientras comía en silencio y sin hacer ruido, un hermano clérigo leía las Sagradas Escrituras en voz alta. Nadie podía levantarse de la mesa mientras comía salvo por causa de guerra, por enfermedad súbita o porque se hubiera prendido fuego en alguna dependencia. Acabada la comida, acudía a la capilla en compañía de todos los hermanos y se rezaba un padrenuestro para dar gracias a Dios.

A media tarde disponía de unas horas de asueto, durante las cuales podía hacer aquello «que le instruya Nuestro Señor», pero tenía que permanecer «en su sido», lo que significa que cada uno tenía asignado un lugar en el convento, y evidentemente en el dormitorio, a fin de poder ser localizado en todo momento.

A la hora nona, al atardecer, repicaba de nuevo la campana y a su sonido debía acudir a la capilla para escuchar el oficio religioso correspondiente a esa hora y rezar trece padrenuestros, para hacerlo de nuevo a la hora de vísperas, ya puesto el sol. 

Tras asistir al oficio de vísperas, donde tenía que rezar dieciocho padrenuestros, se llamaba para la cena, que discurría de manera similar a la comida.

Acababa el día con la llamada a completas, de noche, para asistir a la capilla, aunque antes, si así lo deseaba, podía reunirse con los hermanos para beber vino rebajado con agua, pero sin cometer excesos. Oído el oficio y la oración de la hora de completas, acudía a inspeccionar su caballo y su equipo antes de irse a dormir previo rezo de un padrenuestro.

Rezar, revisar y reparar el equipo y comer, eso era cuanto hacía a lo largo de un día un templario. Las plegarias y el servicio divino eran la ocupación principal de buena parte de la jornada, estructurada y compartimentada en función de las horas de los oficios religiosos. Y siempre en silencio y sin hacer el menor ruido. Permanecer callados, hablar sólo si se consideraba estrictamente necesario, no levantar la voz, eran actitudes exigidas a los templarios, hasta tal punto que tenían un lenguaje de signos con las manos para evitar hablar en muchos casos.

No había lugar para la risa, ni para el ocio, ni para las distracciones, incluso las conversaciones agradables o que indujeran a la diversión estaban mal vistas. Sólo le estaba permitido jugar a tabas, a la rayuela y al forbot, y ni siquiera podía practicar la caza. Tenía absolutamente prohibido cualquier tipo de contacto con mujeres, cuya simple presencia debía intentar evitar debido al voto de castidad que había jurado cumplir.

El dormitorio era un espacio comunal; se ubicaba en una amplia nave, con las camas separadas convenientemente y todas iguales. Una lámpara tenía que permanecer siempre encendida para iluminar el dormitorio, al igual que ocurría en los monasterios cistercienses, sin duda para evitar cualquier tentación de carácter homosexual. Dormía con la camisa, las calzas o pantalón bien atados y un cinturón estrecho puestos, dejando la capa o el manto convenientemente colgado.

El calendario anual de la Orden se regía por las festividades religiosas. Los domingos no eran demasiado diferentes al resto de los días de la semana, a excepción de que se celebraban las reuniones del Capítulo. Todos los días del año eran iguales, aunque se conmemoraban de manera especial la Navidad, Pentecostés y Todos los Santos.

En el Temple se sentía un fervor especial hacia la Virgen María, de la que eran muy devotos. En el santoral destacaban las festividades de algunos santos, como las de san Juan Bautista, san Miguel Arcángel, san Bartolomé, san Julián y san Juan Evangelista, y en un segundo orden las de san Ginés, san Blas, san Pantaleón, santa María Magdalena, santa Águeda, santa Lucía y santa Catalina.

El templario solía ingresar en la Orden entre los dieciocho y los veinte años, pues se consideraba ésa la edad adecuada, en la que el cuerpo ya estaba completamente formado y se tenía la fuerza 

Al morir era enterrado en uno de los cementerios de la Orden, lo que se consideraba un gran beneficio y un honor. No se celebraban funerales especiales, los hermanos del convento rezaban para remedio de su alma cien padrenuestros, y era sepultado bajo una modesta lápida, sin ninguna indicación personalizada.

La uniformidad es una señal de identificación, pero a la vez, representa el espíritu de igualdad y de hermandad entre los frailes. Durante los primeros años de la Orden, entre 1120 y 1129, no usaron ningún hábito específico, sino que vistieron con las ropas seglares que recibían como limosna. No había ningún signo distintivo diferenciador de otro caballero. A partir de la regla de 1129-1131 se fijó un estricto equipamiento que cada caballero o sargento debía cumplir so pena de ser castigado por romper la uniformidad.

Era la propia Orden la que suministraba a sus miembros todo cuanto necesitaban, tanto los vestidos y el ajuar de diario como el equipo militar propio y el de sus monturas. Todo el equipamiento tenía que ser sencillo y austero, estaba prohibido cualquier adorno que supusiera el menor indicio de lujo. Los zapatos tenían que denotar sencillez, y no llevar ni cordones ni estar rematados en punta. Los hábitos tenían que estar siempre limpios y sin remiendos.

La uniformidad se aplicaba en función de las categorías a que pertenecían los templarios, las dos principales, caballeros y sargentos, utilizaban hábitos con colores diferentes. Los caballeros vestían un hábito y capa o manto blancos, con el único distintivo de la cruz patada roja estampada sobre el hombro izquierdo, privilegio otorgado por el papa Eugenio III en 1147. Los sargentos portaban un hábito y un manto de color marrón, a veces grisáceo o negruzco, con la misma cruz roja. Esos hábitos debían ser sencillos, sin adornos y sin siquiera contener un pedazo de piel. 

A cada templario se le proporcionaban dos camisas, dos pares de calzas, dos calzones, un sayón corto cortado en zigzag, una pelliza, una capa, dos mantos (uno de invierno, forrado de piel de oveja, nunca con pieles preciosas, y otro de verano), una túnica, un cinturón ancho de cuero, dos bonetes (uno de algodón y otro de fieltro), y un ajuar accesorio compuesto por una servilleta, una toalla de aseo, un jergón, dos sábanas, una manta de estameña ligera, una manta gruesa de lana de invierno (blanca, negra o a rayas), un caldero, un cuenco para la cebada del caballo y tres pares de alforjas. 

Todo cuanto se refiere a los alimentos estaba especificado en el Temple. En la regla de todas las órdenes monásticas se incluyen artículos que regulan la forma de comer, el horario e incluso los alimentos que han de tomar los monjes, con los respectivos momentos y días dedicados al ayuno. Ahora bien, los templarios eran soldados, hombres de armas, y por tanto sus cuerpos debían estar suficientemente alimentados para mantener las fuerzas y no desfallecer en el combate; por esa misma razón, el ayuno no se contempla para los miembros de la Orden

La regla impone que las comidas se hagan siempre en común, en el comedor del convento y en presencia de todos los hermanos, aunque por turnos y separados según las categorías. Un toque de campana, la bendición y el rezo de un padrenuestro daban paso a la hora de comer y a la de cenar. En el refectorio, los templarios comían en silencio mientras escuchaban las Sagradas Escrituras leídas por un clérigo desde un pulpito. Mientras duraban la comida o la cena se imponía el silencio, que sólo se podía alterar, si no se conocían los signos manuales para hacerlo, para pedir «con la máxima humildad» lo que se necesitara de la mesa. Tras la comida daban gracias a Dios. Nadie podía levantarse de la mesa antes de que lo hicieran o dieran permiso el maestre o el comendador.

En los primeros años de la Orden los hermanos comían de dos en dos de la misma escudilla, compartiéndola, pero esa práctica fue modificándose con el tiempo. Cada hermano tenía una copa para el vino, que se servía en raciones iguales para todos. Uno de los castigos más leves era comer en cuclillas.

La principal ocupación para la cual los templarios habían sido fundados y formados era hacer la guerra. Esa era su razón de existir como orden y la que justificaba su existencia. Habían nacido para proteger a los peregrinos, pero también se habían convertido en los protectores de las posesiones cristianas en Tierra Santa. Dada la edad de los caballeros y de los sargentos que ingresaban en la Orden, ya tenían un entrenamiento militar avanzado. Una vez en la Orden debían seguir practicando, un guerrero no puede dejar de manejar la espada una y otra vez, lanzar flechas, montar a caballo, o ensayar fintas y estocadas; es la única manera de mantenerse en forma y de estar preparado para la batalla. 

Los templarios luchaban en grupos compactos, esta táctica requería una preparación muy precisa para poder definir los movimientos que luego se aplicarían a la batalla. Sus movimientos en las batallas en las que participaron, se llevaron a cabo gracias a la disciplina militar y a los ejercicios que necesariamente tuvieron que entrenar. Su mejor repetida maniobra de combate de caballería pesada era la carga frontal, realizada con toda la contundencia posible, con la que lograron notables éxitos. Cada vez que los templarios eran vencidos, sus bajas eran enormes, llegando incluso a sucumbir la práctica totalidad del contingente. En julio de 1187, murieron doscientos treinta caballeros templarios en la batalla de los Cuernos de Hattin. Allí nadie dio la orden de retirada; los templarios lucharon hasta la extenuación, sin hacer el menor movimiento que apuntara siquiera la posibilidad de una huida; pese a su inferioridad numérica cargaron una y otra vez sobre las filas de Saladino hasta quedar exhaustos; casi ninguno se salvó, pues los sobrevivientes fueron ejecutados, a excepción del maestre y de algún alto cargo de la Orden. 

La disciplina se imponía en campaña de la misma manera que en la vida cotidiana en el convento. Antes de salir a una expedición militar se revisaban todos los equipos y se dejaban listos para la ocasión. Cuando se desplazaba en marcha, el ejército templario lo hacía en forma de cruz griega, respetando un orden: en primer lugar cabalgaba el maestre, y a su lado el senescal y el mariscal, detrás iban colocados los comendadores del reino de Jerusalén, de Trípoli y de Antioquía. Justo detrás lo hacían el pañero y el turcoplier (el encargado de dirigir a las tropas mercenarias de los turcopoles) y el submariscal; el siguiente era el portaestandarte o gonfalonero, protegido por los diez caballeros asignados por el maestre. Tras ellos venían los caballeros, los sargentos, los escuderos, los capellanes y los siervos, en columna de a dos, guardando escrupulosamente el orden asignado a cada uno y cabalgando en la manera adecuada.

En la batalla era el mariscal quien daba las órdenes precisas que todos los combatientes tenían que cumplir. Su táctica de combate era la carga en formación cerrada, perfeccionada por el tercer maestre, Everardo de Barres, durante la Segunda Cruzada. 

Los templarios tenían orden de luchar mientras su estandarte de combate permaneciera izado; si lo veían caer y no era sustituido por el de reserva, debían localizar entonces el estandarte de los hospitalarios y, pese a que eran sus más enconados rivales, acudir a reunirse junto a él; si el del Hospital también había caído, podían acudir ante el estandarte de cualquier señor cristiano que permaneciera alzado.

Todo el equipo militar era proporcionado por la Orden. El material básico lo integraban una loriga con almófar, un par de calzas de cuero, un casco de hierro, un yelmo de hierro cilíndrico, una cota de malla, unos zapatos de armas, una espada recta de doble filo, una lanza de madera de fresno con punta de hierro, un escudo triangular de madera contrachapada por una cara y con cuero por la otra, tres cuchillos, una gualdrapa y los correspondientes jaeces para los caballos de combate. 

Completamente equipado para el combate, la imagen del templario debía de ser impresionante; cubierto de hierro con la cota de malla y la loriga, y la capa blanca con la cruz roja, su aspecto físico causaría un gran impacto entre los combatientes musulmanes. Una carga de caballería de cien o doscientos jinetes templarios, blancos y negros, en campo abierto provocaría un considerable temor entre sus enemigos. 

Para contrarrestar la enorme potencia de carga de los jinetes del Temple, los musulmanes aplicaron un método muy eficaz. La caballería ligera se acercaba a una distancia razonable y lanzaba una andanada de flechas sobre la formación compacta de los caballeros, para retirarse de inmediato en cuanto éstos amagaban con un contraataque. Esta táctica no causaba demasiadas bajas entre los soldados equipados con armaduras y escudos, pero provocaba que sus filas se descompusieran y desperdigaran, y es ahí donde perdían eficacia los caballeros templarios. También se usaron ballestas de tiro múltiple, fuego griego, jeringas con ácido sulfúrico e incluso armas de pólvora, ya avanzado el siglo XIII.

El equipo militar de un caballero o de un sargento suponía un coste económico muy elevado. Una sencilla cota de malla era tan cara como dos e incluso tres caballos y para que no perdiera eficacia tenía que ser cuidada y engrasada con frecuencia. Se estima que el equipo completo de un caballero en el siglo XIII podía ser el equivalente al precio de veinte bueyes. 

No todos los templarios tomaron las armas; en realidad, el número de combatientes que mantuvieron en Tierra Santa nunca fue superior a los mil, tal vez mil doscientos caballeros en los momentos de mayor presencia templaría. La mayoría de los templarios eran encargados de administrar las miles de encomiendas repartidas por toda Europa, de donde se extraían las rentas para pagar esos costosísimos equipos militares que usaban en las guerras en Tierra

miércoles, 23 de septiembre de 2020

Viernes 13 y la Orden del Temple


En los países anglosajones el viernes 13 es sinónimo de malos augurios.

Un hecho ocurrido el viernes 13 de octubre de 1307 ha convertido este día en fatídico.

La historia dice que todo proviene de un hecho histórico concreto. El viernes 13 de octubre de 1307 Caballeros Templarios de toda Europa fueron capturados y llevados ante la Santa Inquisición y los tribunales seculares de los reyes ambiciosos y poderosos de la época  para ser juzgados y condenados por varios crímenes contra la cristiandad.

Aunque no se sabe si su captura, ordenada por el monarca Felipe IV, tuvo que ver con razones religiosas (se dice que tenían en su posesión secretos de la Iglesia como el Santo Grial) o con cuestiones económicas (el rey Felipe IV tenía una gran deuda con ellos), los Templarios fueron condenados ante el Vaticano por diversos cargos, entre ellos el de herejía y sodomía.

Condenados a la hoguera.

Cientos de Templarios fueron asesinados o condenados a la hoguera en una matanza colectiva.

Aunque los historiadores cuentan que el mito de la mala suerte del viernes 13 proviene de este hecho, este número ha sido considerado símbolo de mal augurio desde la antigüedad: trece fueron los comensales en la última cena de Cristo, la Cábala enumera a 13 espíritus malignos, igual que las leyendas nórdicas; en el Apocalipsis el capítulo 13 es el que habla del anticristo y la bestia; en el tarot este número hace referencia a la muerte.

Para algunos son pruebas incuestionables de que el número 13 de mala suerte, para otros simples coincidencias. Como ven hay para todos los gustos... 

San Jorge


 La leyenda de San Jorge, forjada en Oriente y difundida en Occidente de forma amplia a raíz de las Cruzadas, aúna la descripción del martirio del santo y el mito pagano de la victoria sobre el dragón, cristianizado a su vez por las fuentes medievales.

La versión más antigua de la pasión del mártir es la de Pasícrates, tachada de extravagante por la Iglesia. Incluye sin embargo un dato de importancia: el martirio de San Jorge tuvo lugar el octavo día antes de las calendas de mayo a la hora sexta; es decir el 23 de abril al mediodía.

La Iglesia prefirió las denominadas Actas Griegas de San Jorge, conservadas en la edición de Lipomano y Surio, según un manuscrito vaticano en latín. No obstante la popularización de San Jorge vino definitivamente con la difusión de La Leyenda Dorada de Santiago de La Vorágine en el siglo XIII.

San Jorge parece ser el trasunto de un personaje histórico poco conocido, no obstante. La reinterpretación legendaria mezcla dichas reminiscencias con mitos. San Jorge habría nacido en Capadocia y habría sido instruido en la piedad cristiana por su madre, con la que marchó a Palestina, tras la muerte del padre. Por su origen noble fue nombrado tribuno militar. Rico heredero, al morir su madre, entró al servicio del emperador romano. Pero cuando ve las crueldades a que son sometidos los cristianos, reparte su riqueza y se enfrenta a las autoridades y al propio emperador.

Las fuentes hagiográficas recogen con variantes los terribles martirios a que San Jorge es sometido por defender su fe: atado a una rueda de cuchillos, arrojado a cal viva, sumergido en plomo ardiente, obligado a beber veneno, y finalmente, tras provocar conversiones y resurrecciones, es decapitado.

La leyenda del dragón convirtió a San Jorge en un caballero vencedor de la tiranía. La ciudad libia de Silca estaba domeñada por un terrible dragón que se ocultaba en un gran lago. El monstruo despedía un terrible hedor que infestaba todos los alrededores. Había que alimentarlo para que no fuese a reclamar su comida a la ciudad. Llegó un momento que no hubo más alimento para el dragón que los propios habitantes de Silca, quienes debían sortearse el sacrificio.

Un día la mala suerte recayó en la hija del rey. La princesa, resignada a su destino, se disponía ya a cumplir su terrible deber, cuando apareció San Jorge. La doncella le contó la terrorífica historia y el santo caballero se enfrentó al dragón al que doblegó y entrego prisionero y moribundo a la princesa para que lo condujera a la ciudad. Cuando todos los habitantes de Silca se hubieron convertido, San Jorge mató al dragón.

Este episodio del dragón llega a Occidente desde Siria en el siglo XI por medio de los cruzados. Simbólicamente el dragón enlaza con la idea oriental, especialmente sumerial, del gran adversario, y del caos primigenio de la cosmología mesopotámica. En el texto de la Leyenda Dorada alude a la peste, a las frecuentes y mortíferas plagas medievales.

La idea de enemigo primordial, y de la lucha heróica desplegada contra él, está además en relación con todos los mitos solares del Mediterráneo oriental, y es por extensión la representación del enemigo de Cristo y su pueblo. Enlaza por tanto con la lucha de la reconquista en territorio penínsular y con el milagro de la Batalla de Alcoraz en tierras aragonesas.

San Jorge: Otra versión de la historia y leyenda

Aunque la figura de San Jorge despertó una gran devoción en Europa durante la Edad Media, se sabe muy poco de su historia real. Militar romano, cristiano, que fue martirizado hacia el 303 por no abjurar de sus creencias. El nombre Georgius siginica campesino, y quizá por este motivo se fijó la conmemoración litúrgica en el 23 de abril, en plena primavera; esto explicaría también en parte que las tradiciones populares le hayan convertido en protector de las cosechas.Este vínculo con la primavera y el patronaje de los enamorados también lo relaciona directamente con la Feria de Rosas que desde el siglo XV se celebra en el patio y los alrededores del Palacio de la Generalitat.

Como contraste con lo poco que se sabe de su historia, la leyenda de San Jorge es amplia y está muy arraigada. Una tradición muy extendida durante la Edad Media explicaba que el martirio del santo había durado siete años, ante un tribunal formado por siete reyes. Esta tradición, que le atribuye una gran tenacidad para no abjurar de la fe durante siete años de tortura, fue condenada incluso por Roma pero justifica que el joven caballero fuese invocado como patrono por los caballeros y por el Imperio bizantino.

En aquel tiempo, su auxilio era pedido para combatir a los infieles y Georgia, Servia, Inglaterra, Aragón y los Países catalanes lo eligieron como patrono. También aparecieron leyendas y tradiciones sobre su ayuda a los ejércitos cristianos.

La leyenda más popular, escrita por Jaume de Voràgine en la Llegenda Àurea, (La Leyenda Dorada) es la que explica la victoria de San Jorge sobre el dragón. En un país no determinado, llamado Silene, un dragón atemorizaba a sus habitantes y, para tranquilizarlo, le ofrecían periódicamente un cordero y una doncella elegida al azar.

Sin embargo, un día la suerte llegó a la hija del rey; San Jorge la liberó, venció al dragón y la doncella, el rey y todo el pueblo se convirtieron a la fe de Cristo.

Desde el siglo XIII, la imagen más difundida de San Jorge hace referencia a esta leyenda: montado en un caballo blanco, liberando a la doncella y venciendo al dragón.

San "Jordi" en Catalunya

La constancia documental de la devoción por San Jorge en tierras catalanas se remonta al siglo VIII: documentos de la época se refieren a un sacerdote de Tarragona, de nombre Jordi, que huyó a Italia. Ya en el siglo X, Jordi era el nombre de un obispo de Vic, y en el siglo XI el abad Oliba consagró un altar dedicado al santo en el monasterio de Ripoll.

También son muestra del culto a San Jorge en esta época la consagración de capillas, altares e iglesias en diversos puntos de la geografía catalana. Los reyes de Aragonéses mostraron su devoción a San Jorge: Jaime I explica en su Crónica que vieron al santo ayudando  en la conquista de la ciudad de Mallorca; Pedro el Ceremonioso instituyó una orden de caballería bajo su advocación; Alfonso el Magnànimo le dedicó capillas en sus reinos de Cerdeña y Nápoles.

Los reyes y la Generalitat impulsaron la celebración de la fiesta de San Jorge en todo el reino de Aragon. En Valencia, en el año 1343 ya era una fiesta popular; en 1407, Mallorca la celebraba públicamente.

Se propuso a las Cortes reunidas en Monzón en 1436 la celebración oficial y obligatoria del día de San Jorge; las Cortes, reunidas en la Catedral de Barcelona en 1456, dictaron una constitución que ordenaba la celebración de la fiesta, incluida en el código del reino. Las remodelaciones del Palacio de la Generalitat realizadas durante el siglo XV muestran claramente el impulso que la Generalitat dio a la devoción: un medallón de San Jorge preside la fachada gótica y en el interior del palacio se construyó una capilla dedicada al santo.

La Batalla de Alcoraz

Esta batalla tuvo lugar en el año 1096 en las cercanías de Huesca. El ejército aragonés asediaba la ciudad, dirigido por el rey Sancho Ramírez, desde el campamento establecido en el cerro de San Jorge. El combate queda trabado cuando llegan las tropas musulmanas desde Zaragoza y en él pierde la vida el rey Sancho Ramírez. La tradición asegura la aparición de San Jorge en la batalla, ganada por los cristianos. Huesca se rindió a continuación al rey Pedro I:

“…invocando al Rey el auxilio de Dios nuestro señor, apareció el glorioso cavallero y martir S. George, con armas blancas y resplandecientes, en un muy poderosos cavallo enjaeçado con paramentos plateados, con un cavallero en las ancas, y ambos a dos con Cruces rojas en los pechos y escudos, divisa de todos los que en aquel tiempo defendían y conquistavan la tierra Santa, que aora es la Cruz y habito de los cavalleros de Montesa.

Y haziendo la señal al cavallero que se apeasse, començaron a combatir ambos a dos tan fuerte y denodadamente contra los Moros, dandoles tan mortales golpes, el uno a pie, y el otro a cavallo: que abriendo carrera por do quiera que yuan, recogían y acaudillavan los Christianos. El cavallero que traxo el santo martir, dize la historia de S. Iuan de la Peña alegada por Çurita, que era Aleman, al qual en aquel día y hora peleaba en Antiochia con los demas cruzados, mataron los moros el cavallo, y lo rodearon para matarle; y a este punto le apareció el gloriosos S. George, sin que el buen cavallero Aleman entendiese ni supiese quien era … y ayudole a subir en las ancas de su cavallo, y sacole de su batalla, y subitamente lo transporto a Aragón, al lugar donde era la batalla del Rey don Pedro con los Moros, y señalole que se apeasee y peleasse….

Espantaronse los enemigos de la fe viendo aquellos dos cavalleros cruçados, el uno a pie, y el otro a cavallo: y como Dios les perseguía empeçaron de huyr quien mas podía. Por el contrario los Christianos, aunque se maravillaron viendo la nueva divisa de la Cruz: pero en ser Cruz se alegraron, y cobraron esfuerço hiriendo en los Moros: y assi los arrancaron del campo y acabaron de vencer” (La batalla de Alcoraz según Diego de Aínsa, 1619).

Tras Alcoraz, y sobre todo a partir del siglo XIII, se populariza la protección de San Jorge sobre la Corona de Aragón, dando lugar a nuevas tradiciones sobre apariciones en combates. Jaime I, cronista y rey, cuenta que en la campaña contra Valencia algunos nobles y caballeros entre aragoneses y catalanes le explicaron que cuando ellos “estuviesen en un monte que ahora se llama Santa María del Puig, y contra ellos viniese toda la morisma, en la gran batalla se que se entabló entre ellos, se apareció San Jorge con muchos caballeros del paraíso que ayudaron a vencer en la batalla en la que no murió cristiano alguno”.

El mismo Jaime I narra que en la conquista de Mallorca, “según le contaron los sarracenos, estos vieron entrar primero a caballo a un caballero blanco con armas blancas”. Para el rey este caballero fue San Jorge, “pues encuentro en otras historias que en otras batallas lo han visto muchas veces cristianos y sarracenos”.

Los cruzados habían traído desde Tierra Santa, donde San Jorge era famoso por sus proezas, el valor de lo maravilloso y la cortesanía que el santo representa. La condición de caballero y esforzado guerrero de San Jorge abocaba lógicamente su patrocinio sobre los ejércitos aragoneses empeñados en la Reconquista durante siglos.

Reino de Jerusalém IV


El Reino de Acre

Durante los cien años siguientes, el Reino de Jerusalén se mantuvo en vida como un reino diminuto abrazado en la costa siria. Su capital fue Acre, y apenas incluía un par de ciudades destacadas (Beirut y Tiro), así como soberanía sobre Trípoli y Antioquía. Saladino murió en 1193, y sus hijos lucharon entre ellos tanto como él había luchado con el reino cruzado. Enrique de Champaña murió en un accidente en 1197 e Isabel se casó por cuarta vez con Amalarico de Lusignan, el hermano de Guido. Se fraguó una nueva Cruzada, que sería la Cuarta, pero fue un fracaso absoluto, ya que no se hizo contra los infieles sino contra los propios cristianos, y finalizó con la toma y saqueo de Constantinopla en 1204, ni uno solo de sus cruzados llegó al Reino de Jerusalén.

Isabel y Amalarico murieron en 1205 y otra vez una niña menor de edad, María, hija de Isabel y Conrado de Montferrato, se convirtió en la reina de Jerusalén. En 1210 (con 18 años) María se casó con un experimentado caballero de sesenta años, Juan de Brienne, quien fue capaz de mantener seguro el reino. Se hicieron planes para recuperar Jerusalén conquistando previamente Egipto, lo que se intentó mediante la fallida Quinta Cruzada contra Damieta en 1217, en la cual Juan de Brienne también intervino. Posteriormente Juan viajó por toda Europa buscando ayuda para el reino pero solo la obtuvo del emperador Federico II Hohenstaufen, que se casó con Yolanda, la hija de María y Juan. Federico II llevó a cabo la Sexta Cruzada en 1228, y reclamó el Reino de Jerusalén en nombre de su esposa, del mismo modo que había hecho Juan (y que ya no podía hacer dado que María había muerto). Los nobles de Ultramar, liderados por Juan de Ibelín, se resintieron de los intentos del Emperador de imponer su mandato sobre el reino, lo que derivó en una serie de confrontaciones militares tanto en tierra firme como en la isla de Chipre. Mientras tanto, sorprendentemente, Federico II consiguió recuperar Jerusalén mediante un tratado con el sultán ayubí al-Kamil. Dicha recuperación fue efímera ya que la recuperación apenas incluía una franja de tierra que permitiera defender la ciudad, de modo que en 1244 la ciudad nuevamente fue reconquistada por los ayubíes. Se llevó a cabo una nueva Cruzada (la Séptima) bajo el mandato de Luis IX de Francia, pero sus resultados fueron casi nulos a excepción de que consiguió que los ayubíes fueran reemplazados por los mamelucos, mucho más poderosos y que se convirtieron en 1250 en los peores enemigos de los cruzados.

De 1229 hasta 1268, los monarcas vivieron en Europa y normalmente tenían un reino mucho mayor del que preocuparse. Los reyes de Jerusalén estaban representados por validos y regentes. El título de Rey de Jerusalén fue heredado por Conrado IV el Germánico, hijo de Federico II y Yolanda, y después por el hijo de aquel, Conradino. Con la muerte de Conradino el reino pasó a Hugo III de Chipre. El reino se enzarzó en disputas entre los nobles de Chipre y la tierra firme, entre lo que quedaba de los nobles del Condado de Antioquía y condado de Trípoli (ahora unificados) y cuyos gobernantes rivalizaban por ser los que más influían en Acre, y, por otra parte con las ciudades estado italianas y sus intereses comerciales, estas disputas desembocaron en la llamada "Guerra de San Sabas" en Acre en 1257. Después de la Séptima Cruzada ya no llegaba desde Europa ningún ejército al reino, aunque en 1277 Carlos de Anjou compró el título de rey de Jerusalén a un pretendiente al trono. Nunca puso un pie en Acre pero sí envió un representante, quien, al igual que los representantes de Federico II anteriormente fue rechazado por la nobleza de Ultramar.

En sus últimos años, las pocas esperanzas de los cruzados estaban en los mongoles, a quienes se suponía partidarios de los cristianos. Aunque los mongoles invadieron Siria en varias ocasiones, también fueron repetidamente rechazados por los mamelucos, siendo la batalla más notable la de Ain Jalut en 1260. Los mamelucos, bajo la égida del sultán Baibars, se vengaron del Reino, prácticamente indefenso, conquistando una a una las pocas ciudades que le quedaban, hasta llegar a Acre, el último bastión, que fue conquistado por el sultán Khalil en 1291.

Así, el Reino de Jerusalén desapareció de la Tierra Santa, pero los reyes de Chipre durante décadas urdieron planes para regresar, planes que nunca se llevaron a cabo. Durante la Baja Edad Media y hasta la dinastía trastámara napolitana, varios potentados europeos han utilizado el título de reyes de Jerusalén de los Latinos.