lunes, 27 de septiembre de 2021
La matanza de Béziers
Béziers, fue uno de los bastiones del catarismo.
La primera ciudad en el camino de los cruzados. En ese momento, su población rebasaba las veinte mil personas. Católicos y cátaros convivían en paz , como buenos vecinos.
Una tropa de veinte mil cruzados llegó a los muros de las fortificaciones de la ciudad el 21 de julio de 1209.
El inspirador ideológico y uno de los líderes de la campaña, el legado papal Arnaud Amaury emitió un ultimátum: entregar a los herejes o compartir su destino. La población católica de la ciudad se negó a entregar a sus hermanos cátaros, alegando que no veían ningún mal en ellos.
Al día siguiente, Béziers fue atacado. Los soldados confundidos les preguntaban a los superiores cómo determinar quién era un hereje y quién un católico. Y entonces Arnaud Amaury dio una terrible orden, que pasó a la historia:
“¡Matadlos a todos! ¡Dios reconocerá a los suyos!”.
Por las calles fluían ríos de sangre. Los cruzados asesinaban sin piedad e indiscriminadamente a ancianos, mujeres, niños... Alrededor de mil personas se refugiaron en la iglesia, que según las leyes de la época daba inmunidad.
Pero esto no los salvó. Murió casi toda la población de la ciudad. La antes próspera Béziers fue devastada, saqueada y entregada a las llamas.
El fatigoso trabajo en los scriptorium medievales
Si partimos de la base de que al scriptorium llegan las piezas de pergamino preparadas para recibir la escritura, pero aún del tamaño del animal que la produjo, la primera labor, que realizarían monjes expertos, sería cortar la pieza con el objeto de obtener de ella una superficie rectangular que, como mínimo , proporcionaría un bifolio, al plegarla en dos según un eje que, si se pretende obtener un libro de calidad , ha de coincidir con la espina dorsal del animal, lográndose de esta manera evitar curvaturas naturales de la piel en sentido opuesto a la forma del libro ; o, mediante plegado múltiple, obtener un binión, ternión, cuaternión u otro tipo de cuadernillo , según el tamaño de la piel y asimismo el tamaño que se le pretenda dar al libro.
Oración de Jesús u del Corazón
Se
llama “Oración de Jesús” u “Oración del Corazón” porque, bien rezada,
se logra que el corazón mismo haga que el cuerpo entero la recite al
tiempo que los latidos del corazón dan ritmo a nuestra respiración.
Inhalando, invocamos, “Señor Jesucristo, Hijo de Dios…”. Exhalando,
suplicamos, “… ten piedad de mí, pecador”. Los principiantes suelen
centrar su atención en la mecánica de la respiración y la incorporación
de la plegaria. Quienes tienen más práctica, respiran sin pensarlo y
centran su atención en el significado de las palabras, cada una, rica de
profundidad teológica. Los más avanzados, llegan a lograr que una parte
de su cerebro repita la plegaria en todo momento, independientemente de
lo que estén haciendo. Es entonces que se convierte en una verdadera
“oración del corazón”.
Federico II Hohenstaufen
Era nieto de Federico I Barbarroja y Rogelio II de Hauteville y una de las figuras más interesantes de la historia universal por sus cualidades extraordinarias y su carácter excéntrico, distinto a los hombres de su época y adelantado a ellos en más de un sentido. Su personalidad, poco convencional, lo llevaba a romper de continuo con los usos y costumbres de su tiempo, razón por la cual se le apodó ya en vida con el adjetivo «stupor mundi» (asombro o faro del mundo). Sus continuas desavenencias con el papado le valieron también el apodo de "Anticristo".
Nacimiento de Federico II.
Nació el 26 de diciembre de 1194 en Iesi (Ancona, Italia). Era hijo de Enrique VI, Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, y de Constanza, hija de Rogelio II, primer Rey de Sicilia. Según algunas fuentes, su nacimiento fue público, ocurriendo en una tienda, en plena plaza principal de Iesi, mientras su madre era arropada por algunos notables de Enrique VI; según parece, la avanzada edad de Constanza, que durante los ocho años previos se había mostrado estéril, sentaban dudas sobre la legitimidad de Federico, por lo que el nacimiento se habría celebrado de ese modo, a fin de establecer garantías sobre el origen del niño.
Enrique VI, en un primer momento, parece aceptar la elección de la mujer y con el nombre de Constantino, en el verano de 1196, el pequeño fue elegido Rey de Romanos por los príncipes alemanes en la Dieta Imperial de Fráncfort. Algunos meses más tarde, llegado el tiempo de la ceremonia bautismal, celebrada en Asís, el nombre del futuro soberano fue cambiado por el padre que, respetando la prioridad de la casa paterna en aplicación de la ley sálica, decide asignarle el nombre "in auspicium cumulande probitatis", de Friedric Roger Constantine: "Federico" para indicarlo en la futura guía de los príncipes alemanes como nieto de Federico Barbarroja, "Roger" para subrayar la legítima pretensión a la corona del Reino de Sicilia como descendiente de Rogelio II de Sicilia y "Constantino" para acomunarse con la Iglesia de Roma, que en el medioevo indicaba la fuente de la propia autoridad terrena. Aquella fue la segunda y última ocasión en que Enrique VI vio a su hijo.
Federico nacía ya pretendiente de muchas coronas: si bien la imperial no era hereditaria, Federico era un válido candidato a Rey de Romanos (el título electivo de los sucesores elegidos del Sacro Emperador) que comprendía también las coronas de Italia y de Borgoña. Estos títulos aseguraban derechos y prestigio, pero no daban un poder efectivo, faltando en estos Estados una sólida estructura institucional controlada por el soberano. Estas coronas daban poder sólo si se era fuerte, de lo contrario sería imposible hacer valer los derechos reales sobre los feudatarios y sobre las comunas. Aparte, por vía materna había heredado la corona de Sicilia, donde en cambio existía un aparato administrativo bien estructurado para garantizar que la voluntad del soberano fuese aplicada, según la tradición de gobierno centralizado.
Al morir su padre Enrique VI en 1197, Federico se encontraba en Italia con la intención de cruzar hacia Alemania. Al llegar la noticia, el guardián de Federico, Conrado de Spoleto, abortó la expedición y llevó al niño a Palermo junto a su madre, donde permanecerá hasta el término de su educación. Su madre Constanza era por derecho propio heredera del reino de Sicilia, y para asegurar los derechos de su hijo lo nombró públicamente heredero al trono de Sicilia nada más llegar. La educación en Sicilia fue un elemento fundamental para formar su personalidad, debido a la civilización normando-árabe-bizantina presente en Sicilia.
La unión de los reinos de Alemania y de Sicilia no era vista con buenos ojos ni por los normandos, ni por el papa, que con los territorios que por diverso título componían los Estados Pontificios poseía una línea que habría interrumpido la unidad territorial del gran reino, haciéndolo sentirse en consecuencia rodeado.
A la muerte de su madre, Federico fue coronado Rey de Sicilia el 17 de mayo de 1198. Como quiera que los derechos imperiales del niño podían comprometer su propia vida, su madre nombraba en su testamento como tutor del niño al Papado. Así, el papa Inocencio III se encargó de la tutela de Federico hasta que fue mayor de edad. A fin de proteger al inexperto Rey contra sus enemigos, el papa le indujo a que se casara en 1209 con Constanza de Aragón y de Castilla, viuda del Rey Emerico de Hungría.
Emperador
Otón de Brunswick fue coronado emperador como Otón IV por el papa Inocencio III en 1209, con la esperanza de acabar con la hegemonía de la casa de Hohenstaufen; la enemistad del papado con el padre de Federico, Enrique VI, y su abuelo, Federico Barbarroja, había sido notoria, al chocar las pretensiones imperiales de los Hohenstaufen con las papales, que pasaban por crear en Europa un gobierno teocrático central con el papa a la cabeza. Sin embargo, Otón IV no se mostró como el campeón papal esperado, y en septiembre de 1211 la Dieta Imperial de Núremberg decidió confirmar a Federico como Rey de Romanos, esto es, candidato electo para suceder a Otón IV. Otón se había enemistado con los tres arzobispos electores del Sacro Imperio (los de Maguncia, Colonia y Tréveris) y al pretender retomar, ahora para la Casa de Welf, el proyecto imperial de los Hohenstaufen, el papado lo había marcado como enemigo, e Inocencio III lo había excomulgado. Sin embargo, pudo mantener su posición hasta que fue derrotado en la batalla de Bouvines en el mes de julio de 1214 por las fuerzas del Rey Felipe II de Francia. Fue depuesto en 1215.
Federico fue de nuevo elegido en 1212 y coronado Rey de Romanos el 9 de diciembre de 1212 en Maguncia; una nueva ceremonia de coronación tuvo lugar al ser depuesto Otón IV en 1215. La autoridad de Federico en Alemania era débil, como lo demuestran las continuas confirmaciones de su elección. Sólo el sur de Alemania, donde se encontraban sus territorios patrimoniales (Suabia) lo reconocía con algún grado de adherencia a su causa; en el norte de Alemania, centro neurálgico del poder güelfo, Otón seguía ostentando el poder real e imperial pese a su excomunión. No obstante, su derrota en la batalla de Bouvines lo obligó a retirarse al núcleo güelfo, donde, prácticamente sin ningún apoyo, fue asesinado en 1218. Los príncipes electores alemanes, apoyados por Inocencio III, volvieron a confirmar una vez más a Federico como Rey de Romanos en 1215, y el propio papa lo coronó rey en Aquisgrán el 23 de julio de 1218. La política papal, por aquel entonces, había pretendido hacer de Federico un vasallo fiel a su causa; sin embargo, Inocencio III no se sentía lo suficientemente cómodo defendiendo la candidatura imperial de Federico, quien al fin y al cabo era miembro de la familia Hohenstaufen, una «estirpe de víboras», que era apoyada por muchas facciones gibelinas contrarias a los intereses papales.
No fue hasta 1220 cuando, tras arduas negociaciones con Inocencio III y su sucesor Honorio III –que sucedió a aquel en 1216, y que había sido profesor del propio Federico–, Federico fue coronado Sacro Emperador Romano en Roma por el Papa, el 22 de noviembre de 1220. Al mismo tiempo, su hijo mayor, Enrique, fue coronado como Rey de Romanos. Las condiciones prometidas a cambio de la coronación fueron duras e incluían condonar la deuda pontificia, renunciar a la condición de legado apostólico en el Reino de Sicilia, socorrer al Imperio Latino de Constantinopla y embarcarse en una cruzada hacia Tierra Santa para recuperar los Santos Lugares. Federico, una vez coronado, no se mostró muy dispuesto a cumplir estas promesas, aunque habló de preparar una cruzada. Por su parte, casó a una hija suya con el emperador de Nicea, lo cual demostró a las claras su poco interés en socorrer al Imperio Latino de Constantinopla.
Federico no daba signos de querer abdicar al Reino de Sicilia, pero mantenía la firme intención de tener separadas las dos coronas. Alemania la dejaba a su hijo, pero, en cuanto emperador, conservaba la suprema autoridad. Habiendo crecido en Sicilia, es probable que se sintiese más italo-normando que alemán, pero sobre todo conocía bien el potencial del reino siciliano, con una floreciente agricultura, ciudades grandes y con buenos puertos, además de la extraordinaria posición estratégica en el centro del Mediterráneo.
A diferencia de la mayoría de los Emperadores del Sacro Imperio, Federico pasó poco tiempo en Alemania. En 1218 ayudó a Felipe II de Francia y al duque de Borgoña, Eudes III, a acabar con la guerra de sucesión en la Champaña, al invadir la Lorena, capturando y quemando Nancy, donde tomó prisionero a Teobaldo I de Lorena y le obligó a que retirara su apoyo al pretendiente champañés Erard de Brienne. Tras su coronación en 1220, Federico apenas si volvió a salir de Italia hasta 1236, salvo para la Sexta Cruzada. En 1236 hizo un viaje de un año a Alemania, y a su regreso en 1237, pasó el resto de su vida, 13 años, en el sur de Italia o en Sicilia.
En el Reino de Sicilia (usualmente llamado en aquel tiempo el Regnum), que entonces comprendía también el sur de Italia hasta la Campania, realizó una intensa y a veces impopular labor de reformas. Modificó las leyes de su abuelo Rogelio II de Sicilia, promulgando las Constituciones de Melfi en 1231; en ellas se reorganizaba el reino de Sicilia como una monarquía autoritaria, con un gobierno centralizado, renegando del feudalismo. Estas leyes continuaron siendo, con unas mínimas reformas, las leyes básicas de Sicilia hasta 1819. Por cierto que ciertas nuevas leyes contradecían su promesa al papa de renunciar a la legatura apostólica sobre el reino, la cual le daba derecho a controlar los asuntos eclesiásticos y a deponer y nombrar clérigos y obispos. De hecho, sus continuas refriegas con el papado en la forma de las luchas entre güelfos (pro-papales) y gibelinos (pro-emperador), sobre todo en el norte y sur de Italia, lo llevaron a promulgar nuevos impuestos y a elevar los antiguos en el Regnum, lo que aumentaron su impopularidad.
En general, sus asuntos lo alejaban de su capital, Palermo, y prefería pasar los momentos de asueto cazando en Campania o en Apulia. Durante este período se hizo construir, como pabellón de caza, Castel del Monte y, como patrón de las letras fundó en 1224 la Universidad de Nápoles, ahora llamada Università Federico II en su honor.
Confederación con los Príncipes Eclesiásticos
El Tratado de la Iglesia con el Príncipe, o Confoederatio cum principibus ecclesiasticis, del 26 de abril de 1220 fue emanado de Federico II como concesión a los obispos alemanes para tener su colaboración en la elección de su hijo Enrique como Rey de Alemania. El documento representa una de las más importantes fuentes legislativas del Sacro Imperio Romano Germánico en el territorio alemán.
Con este acto Federico II renuncia a un cierto número de privilegios reales en favor de los príncipes-obispos. Fue un verdadero cambio en el equilibrio del poder, un nuevo diseño que debía llevar a mayores ventajas en el control de un territorio vasto y lejano.
Entre los muchos derechos adquiridos, los obispos asumieron el de acuñar moneda, decretar impuestos y construir fortificaciones. Además, éstos obtuvieron también la facultad de instituir tribunales en sus señoríos y de recibir la asistencia del rey o del emperador para hacer respetar los juicios emanados en los territorios en cuestión. La condena de una corte eclesiástica significaba automáticamente una condena y una punición de parte del Tribunal Real o Imperial. Es más, una excomunión se traducía automáticamente en una sentencia como criminal de parte del tribunal del Rey o del Emperador. El ligamen entre el tribunal del Estado y el local del Príncipe Obispo se soldó indisolublemente.
La emanación de esta ley se relacionaba directamente con la posterior Statutum in favorem principum que sancionaba similares derechos para los príncipes laicos. El poder de los señores aumentaba, pero crecía también la capacidad de control sobre el territorio del imperio y sobre las ciudades. De este modo, Federico II sacrificó la centralización del poder para asegurarse una mayor tranquilidad en la parte continental del Imperio mismo, de modo de poder volver su atención sobre el frente meridional y mediterráneo.
Federico pudo entonces dedicarse a consolidar las instituciones del Reino de Sicilia, estableciendo dos grandes asentamientos en Capua y en Mesina (1220-1221). En aquellas ocasiones reivindicó que cada derecho regio confiscado en el pasado a diverso título a los feudatarios deviene inmediatamente reintegrado al soberano. Introduce además el Derecho Romano, con la accesión de Justiniano reelaborada por la Universidad de Bolonia. En Nápoles fundó la Universidad en 1224, de la cual salió la mayoría de los funcionarios en grado de servirlo, sin que sus partidarios tuvieran que ir hasta Bolonia para estudiar. Favoreció también la antigua y gloriosa escuela médica salernitana.
Sexta Cruzada
Federico II negocia con Al-Kamil.
Ya el papa Honorio III había ordenado a Federico que fuera a las Cruzadas como penitencia. El emperador había asentido, pero había ido demorando la partida, lo que le valió la excomunión en 1227. El nuevo papa, Gregorio IX, mucho menos condescendiente que el débil Honorio III, llegó a calificar a Federico de Anticristo, y predicó un infructuosa cruzada contra él, que fue rechazada de lleno por el resto de monarcas europeos, al considerar que, aunque excomulgado, Federico seguía siendo cristiano. La ruptura con el papado era evidente, y las acciones de Federico en Sicilia lo confirmaban. En 1225 Federico había contraído de nuevo matrimonio, esta vez con Yolanda de Jerusalén, heredera al trono del Reino de Jerusalén. A fin de hacer valer los derechos de su esposa, consiguió deponer al entonces rey titular Juan de Brienne y ser reconocido él mismo como Rey de Jerusalén a partir de 1225.
Pese a ello, Federico, que nunca dispuso de un gran número de tropas, no se decidía a marchar a Tierra Santa. Cuando Gregorio IX lo excomulgó en 1227, había amagado con partir hacia Palestina, pero había cancelado su expedición en último momento aduciendo haber caído enfermo, algo que no convenció al Papa. Finalmente, aprovechando un momento de debilitamiento del poder musulmán en Oriente Próximo, Federico partió hacia Palestina en 1228 sin la bendición papal. Este acto fue visto por el papado como una provocación, pues se realizaba sin su consentimiento y por parte de un excomulgado; por todo ello, lo volvió a excomulgar.
En Tierra Santa, el sultanato egipcio ayubí (fundado por Saladino) se encontraba en una posición política comprometida: sus parientes y rivales de Siria y Mesopotamia amenazaban con una guerra, por lo que consideraba peligroso comenzar una nueva contienda con las potencias occidentales. Por ello, Federico, con un reducido ejército, consiguió reconquistar Chipre, que se encontraba en un estado de anarquía tras el colapso del poder cruzado. En Tierra Santa, y gracias a la ayuda de su consejero, el maestre de la Orden Teutónica, Hermann von Salza, firmó una tregua de diez años con el sultán ayubí Al-Kamil a cambio de la posesión, en realidad, de modo nominal, de los Santos Lugares Cristianos, entre ellos Nazaret, Belén y Jerusalén, exceptuando los lugares santos para el Islam. Tras firmar un armisticio de diez años con el sultán, fue coronado rey de Jerusalén el 18 de marzo de 1229.
Esto, de nuevo, fue una provocación para el papado, puesto que, en el ínterin, su esposa y legítima reina, Yolanda, había muerto, dejando el reino a su único hijo, Conrado. Así, Gregorio IX no respondió a estos éxitos con la absolución de Federico, sino que declaró que las acciones del emperador en Tierra Santa no podían calificarse como guerra santa al continuar estando excomulgado, y procedió a liberar a los cruzados del voto de obediencia al Emperador. Los logros de Federico II en Tierra Santa fueron bastante precarios, y dependían más de la coyuntura política árabe que del poderío cristiano; no pudo evitar los enfrentamientos entre las Órdenes Militares y los barones locales, ni entre venecianos y genoveses, que asolaban la costa de oriente próximo.
Por su parte, en 1229 tuvo noticia de que el papa, junto a la Liga Lombarda de mayoría güelfa, planeaban invadir el reino de Sicilia; su propio hijo Enrique, regente suyo en Alemania, se había proclamado rey con el consentimiento papal, y reclamaba los dominios de su padre. Abandonó la cruzada y regresó apresuradamente a Italia.
Lucha contra el papado
Tras desembarcar en Brindisi, Federico logró derrotar a las fuerzas pontificias y lombardas, expulsándolas de los territorios imperiales. Firmó en 1230 el Tratado de San Germano, por la que el Emperador aseguraba a la Iglesia sus posesiones territoriales a cambio de que el papa revocara su excomunión. Tras esta contienda, Federico, con el apoyo de las ciudades gibelinas de la Toscana (Pisa y Siena) y la Lombardía (Verona y Piacenza) consiguió un cierto dominio de Italia.
Esta paz fue, sin embargo, muy efímera. Por la diferente forma de concebir el papado y el pontificado entre Gregorio IX y Federico II, un nuevo enfrentamiento era ineludible. Así, cuando en 1237 las tropas imperiales derrotaron a la Liga Lombarda en la batalla de Cortenueva, el papa encontró la excusa para volver a excomulgar a Federico en 1239. Inmediatamente ordenó una cruzada contra el emperador, e intentó infructuosamente que los príncipes alemanes eligieran un nuevo rey y convocó un concilio en Roma para 1241.
Federico anunció, por su parte, su oposición total a la celebración de un concilio que no tenía otra motivación que la de su deposición y sustitución, por lo que ordenó a sus tropas que apresaran a todos los que viajaran a Roma con la intención de participar en el mismo. La detención y encarcelamiento de más de cien clérigos impidió la celebración del sínodo. Poco después fallecía Gregorio IX.
Elegido Inocencio IV como nuevo papa, Federico envió emisarios para acordar la paz, pero sin renunciar a su poder e influencia en las decisiones eclesiásticas. Inocencio IV exigió de Federico el reconocimiento del daño que había causado a la Iglesia. Finalmente llegaron ambas partes a un acuerdo el 31 de marzo de 1244. En el mismo se restituía a la iglesia en sus posesiones, especialmente los Estados Pontificios, y se liberaba a los prelados favorables al Papa que mantenía presos. Aunque había firmado la paz con él gracias a la mediación del rey de Francia, se sintió incómodo en Italia por la presencia de la milicia imperial y decidió refugiarse en Lyon con el apoyo de los genoveses.
Inocencio IV convocó, nada más llegar a la ciudad, el 3 de enero de 1245 el Concilio de Lyon pese a la oposición del emperador. Sintiéndose fuerte, Inocencio procedió a acusar a Federico de usurpar y oprimir los bienes de la iglesia, y terminó por excomulgarlo el 17 de julio del mismo año, por no organizar una nueva Cruzada.
Federico organizó tropas para enfrentarse al papado. Inocencio IV, por su parte, pretendió organizar una cruzada contra el propio emperador movilizando a los príncipes alemanes. En ese camino pretendió la elección de Enrique Raspe y, aunque este fue proclamado Emperador el 22 de mayo de 1246, nunca fue reconocido como tal. Al mismo tiempo provocó el alzamiento contra el emperador de muchas ciudades del norte de Italia. Obtuvo una importante victoria el 18 de febrero de 1248 en la batalla de Parma, al capturar por sorpresa las tropas papales el campamento imperial.
No tomó parte en esta última campaña. Federico había estado enfermo y probablemente se sentía cansado. Murió pacíficamente, vistiendo el hábito de un monje cisterciense, el 13 de diciembre de 1250 en Castel Fiorentino cerca de Lucera, en Apulia, después de un ataque de disentería.
Stupor mundi
Fue conocido en su tiempo como «stupor mundi» (pasmo del mundo) por su carácter excéntrico y heterodoxo y por sus conocimientos. De él se dice que hablaba nueve lenguas (entre ellas latín, siciliano, alemán, francés, griego y árabe) y escribía en siete, a diferencia de otros monarcas de su época, muchas veces analfabetos. Su curiosidad intelectual lo llevó a fundar la escuela poética siciliana, y profundizar en la filosofía, la astronomía, las matemáticas, la medicina y las ciencias naturales. En 1224 fundó la Universidad de Nápoles.
Escribió algunos libros: uno de los más conocidos es De arte venandi cum avibus, un tratado de cetrería considerado como el primer libro moderno de ornitología, y también un libro simbólico y filosófico, así como escribió algunos poemas.
Se dice que, en su interés por dilucidar cuál era la lengua originaria de la humanidad, ordenó aislar a un bebé de todo contacto verbal, esperándose que el niño, al crecer sin haber oído nunca a nadie hablar en ningún idioma, aprendiera espontáneamente a hablar en la lengua original de la Humanidad, que Federico sostenía que era el hebreo. El experimento fracasó porque las ayas del niño lo enseñaron a hablar a escondidas. Su carácter fue tildado de extravagante, despreciando todas las convenciones sociales de la época, tales como las relaciones de vasallaje, el concepto de honor, etc. Esto, a largo plazo, le causó graves problemas políticos, al ser visto como un posible socio poco de fiar.
Estimando a fondo la célebre obra legislativa de Federico II, se observa, sin embargo, que no es tan revolucionaria como parece y que se asienta de hecho en la obra de sus predecesores normandos.
Según una versión Federico II declaró a Cristo, Moisés y Mahoma un trío de impostores (se atribuye a Averroes un escrito del tema) y desconoció abiertamente la autoridad papal, siendo ésta la verdadera causa por la que fue excomulgado por Gregorio IX e Inocencio IV, y por el primer concilio ecuménico de Lyon (1245), que lo depuso como emperador por perjuro, hereje y perturbador de la paz. Su respuesta habría sido crear una nueva religión, de la que se proclamó Mesías, reservando a su ministro Pietro della Vigna el rango de San Pedro.
Federico II fue objeto de sorprendentes esperanzas escatológicas. De hecho, todo lo que los franceses habían esperado de los capetos y Carlomagno, los alemanes lo esperaban de él. Al morir Federico Barbarroja en 1190, comenzaron a aparecer profecías en Alemania que hablaban de un futuro Federico, emperador de los últimos días, que liberaría el Santo Sepulcro y prepararía el camino para la segunda venida de Jesucristo y el milenio. Su brillante personalidad favoreció el nacimiento de un mito mesiánico. Marchó a la cruzada en 1229 y reconquistó Jerusalén, coronándose rey de la misma. Tuvo conflictos encarnizados con el papado, fue varias veces excomulgado como hereje, perjuro y blasfemo, de lo que se vengaba tratando de despojar a la iglesia de la riqueza que supuestamente era el origen de su corrupción.
Joaquín de Fiore en la "Concordia dell'antico e nuovo Testamento", habiendo comparado a Jesucristo con Salomón, hijo predilecto del rey David, equipara a Federico II con Absalón, hijo rebelde de aquel. Para todos los joaquinistas, Federico II era tenido como el Anticristo, o al menos uno de sus precursores. Joaquín de Fiore habría profetizado su nacimiento de Constanza, esposa de Enrique VI, quien sería el futuro y más peligroso enemigo de la Iglesia. Posteriormente, cuando los espirituales franciscanos retomaron sus escritos los tergiversaron hasta el infinito. En el pseudo joaquinista “Comentario sobre los últimos días”, escrito en 1241, se pronosticaba que Federico II perseguiría tanto a la Iglesia que en el año 1260 quedaría totalmente destruida. Para los espirituales italianos, el emperador era el Anticristo en persona, y su reino, la nueva Babilonia. En Alemania, en cambio, seguía siendo visto como el salvador o Mesías, cuya misión abarcaba el castigo de la iglesia.4
Para sorpresa de todos, Federico II murió en el año 1250, diez años antes del pronosticado fin del mundo, sin poder llegar a cumplir su misión escatológica. Pronto comenzó a rumorearse que seguía vivo. Más aún, habría resucitado, pues había sido visto entrar en los cráteres del Etna, mientras un ejército de caballeros descendía hacia el embravecido mar siciliano. De esta forma nació la leyenda del rey bajo la montaña, que fue popularizada por los hermanos Grimm y posteriormente se aplicó de manera retrospectiva a Carlomagno y Federico Barbarroja.
Tal leyenda dio pábulo para que muchos años después apareciera un pretendido Federico II resucitado, causando gran revuelo en Italia y Alemania, siendo a la postre ejecutado cuando la farsa fue descubierta.
martes, 21 de septiembre de 2021
Polvo eres... y polvo serás
El Templario
El templario era un caballero, pero su condición de soldado de Cristo lo alejaba del libertinaje y el laicismo que envolvía a la caballería seglar, porque a diferencia de ésta, que lo hacía por la fama, el honor y el reconocimiento público, los caballeros templarios luchaban con la mente pura y limpia, y no lo hacían en su propio beneficio sino en el de Dios, la Iglesia y los cristianos.
Como monjes, los templarios deberían profesar los votos de pobreza, castidad y obediencia, y además, en su condición de soldados, la de defender Tierra Santa con su propia vida si fuera necesario. Para ello, el Temple se dotó de una autonomía extraordinaria: sólo obedecerían al papa y a su maestre. Por supuesto, el Temple no fue la primera milicia religiosa de la Historia, pero sí la primera institución cristiana que hizo compatible la dualidad entre la oración y la espada en un mismo individuo.
En este nuevo modelo de organización, el individuo no contaba en absoluto. A diferencia de la caballería, donde las proezas individuales son alabadas y donde la destreza del caballero es el paradigma de la fama y la fortuna, en el Temple el triunfo individual no se reconocía, nada se poseía de modo privado, todo debía ser realizado para mayor gloria de la Orden.
Toda esta lucha en nombre de Dios no duraría por mucho tiempo, puesto que la misma Iglesia los traicionó revelaría en su contra y acabaría purgándolos en las llamas por herejía.
Descubren fosa común de Cruzados en el Líbano
Un equipo de arqueólogos ha descubierto en las inmediaciones del castillo de Sidón, en la costa del sur de Líbano, dos fosas comunes con los restos de al menos 25 individuos que sufrieron una muerte violenta a causa de armas medievales. Las dataciones con radiocarbono, una moneda de la época de las cruzadas y unas hebillas de cinturón de tipología franca indican que los cuerpos corresponden a un único y trágico evento que tuvo lugar a mediados del siglo XIII. Las fuentes escritas relatan que la fortaleza, capturada por los cristianos en 1110, fue atacada y destruida primero por los mamelucos en 1253 y después por los mongoles (1260).
Los investigadores de las universidades de Bournemouth y de Cambridge apuntan en estudio publicado en la revista PLoS ONE que los restos humanos hallados se corresponden con alguno de esos acontecimientos. Los resultados del trabajo mejoran "enormemente" el conocimiento de la guerra sobre la última etapa de las cruzadas y arrojan luz sobre la demografía de los guerreros cristianos, las tácticas bélicas, las lesiones y el tratamiento de los muertos. La de Sidón es una de las pocas fosas comunes conocidas para la época, de ahí su gran importancia.
Algunos de los restos humanos muestran heridas de espada en la parte posterior del cuerpo, lo que sugiere que los soldados fueron atacados por la espalda, probablemente huyendo en el momento en que fueron abatidos. Otros tienen heridas de esta misma arma en la nuca, lo que indica que posiblemente fueron prisioneros ejecutados por decapitación después de la batalla. Los análisis de ADN y de isótopos de los dientes de los individuos han confirmado que algunos hombres nacieron en Europa y otros eran descendientes de colonos cruzados que emigraron a Tierra Santa y se emparentaron con la población local.
Los restos constituyen una clara evidencia de la limpieza sistemática de cadáveres tras el conflicto urbano en el período medieval. La fosa común de Sidón representa un hallazgo único para el período cruzado y corrobora el relato contemporáneo de Juan de Joinville, testigo ocular de la Séptima Cruzada, y su descripción de cómo se administraban los cuerpos en las semanas posteriores al saqueo de una ciudad a mediados de siglo XIII", señalan los arqueólogos en su estudio.
"Todos los cuerpos corresponden a hombres adolescentes o adultos, lo que indica que eran combatientes que lucharon en la batalla cuando Sidón fue atacado. Cuando durante las excavaciones encontramos tantas heridas de armas en los huesos supe que habíamos hecho un descubrimiento especial", ha explicado Richard Mikulski, profesor del Departamento de Arqueología y Antropología de la Universidad de Bournemouth y uno de los participantes en los trabajos de campo y en los análisis en laboratorio.
Martin Smith, compañero de institución, ha apuntado que fue necesario un minucioso trabajo para clasificar los restos mezclados e identificar el patrón de heridas: "La forma en la que se colocaron las partes de los cuerpos sugiere que se les dejó descomponer al aire libre antes de ser arrojados a un hoyo algún tiempo después. La carbonización de algunos de los restos también apunta que fueron quemados".
Piers Mitchell, experto en las cruzadas de la Universidad de Cambridge, ha sugerido una hipótesis plausible para relacionar los hallazgos arqueológicos con las informaciones de las crónicas medievales: "Los registros de los cruzados dicen que el rey Luis IX de Francia estaba en Tierra Santa en el momento del ataque a Sidón en 1253. Fue a la ciudad después de la batalla y personalmente ayudó a enterrar los cadáveres en descomposición en fosas comunes como estas. ¿No sería asombroso si el propio monarca hubiese ayudado a enterrar estos cuerpos?".
La Realidad de la Inquisición
No creo que haya nadie en este mundo que pueda defender las barbaridades llevadas a cabo por la Santa Inquisición ya sea de la Católica,la protestante o incluso la Inquisición musulmana todas cometieron atrocidades que en nuestro contesto histórico resultan impensables. Sin embargo la historia siempre debe velar por la realidad y la verdad. Este proceso en particular siempre ha estado lleno de misticismos y exageraciones llegando al extremo que muchas personas piensas que murieron millones de personas bajo el yugo de la iglesia y no es tanto así. Haciendo énfasis en Europa debemos conocer el hecho que la gran mayoría de las muertes llevadas a cabo por la Inquisición (que era una organización estrictamente profesional) o por tribunales civiles dirigidas por la misma están fielmente estipuladas en documentos como el fondo de la Inquisición,los tratados de Raimundo de Peñafort o los decretales de Nicolás Eymerich por lo que a pesar de detractores que intentaron tergiversar la historia como Juan Antonio Llorente o historiadores que confundieron las víctimas de la Inquisición( sentencias de torturas no mortales o incluso de penas más bien domiciliarias) con las penas de muerte la realidad del proceso está bien registrado y no es lo que pensamos. Si unimos los territorios donde la Inquisición era más influyente, digamos Alemania, Inglaterra, Polonia, Lituania,Letonia, Francia y por supuesto España la cantidad no llega siquiera a las 10 000 personas siendo España la cifra más elevada con un máximo de 3000 (dentro del territorio). Por supuesto hay que aclarar que si a esto le sumamos la cifra de todo juicio católico contra cualquier persona no creyente entonces la los números suben drásticamente pero recordemos que la Inquisición era un organismo oficial y achacarle las víctimas de cualquier juicio religioso informal en algún lugar del Europa sería un error histórico (en este caso si hablaríamos fácilmente de varios millones de personas)
La Sevilla Templaria y la leyenda de Frey Isidoro
miércoles, 15 de septiembre de 2021
Las Virgenes Negras en la alquimia y el arte
A partir siglo XIX, es mucho y muy diverso lo que se ha escrito sobre el fenómeno de las vírgenes negras. Desde el principio, la historiografía ha evidenciado la polarización del debate sobre su origen y sentido. Por un lado, están aquellos estudiosos que ven en el color de estas imágenes un mero accidente físico-químico y que, por esto mismo, no existen las vírgenes negras, sino estatuas deterioradas. Por otro lado, son numerosos los autores que consideran que la negritud de tales imágenes es intencionada y simbólica desde un principio. A la luz de los análisis científicos de las últimas décadas parecería que los primeros tienen razón, pues la mayoría de las vírgenes negras son tallas de carnaciones blancas ennegrecidas. Pero lo cierto es que el asunto no es tan sencillo. Saber cómo se han vuelto negras estas tallas no explica por qué se han ennegrecido y los motivos de la pervivencia de ese color negro “accidental”. Por otro lado, existen algunos casos de vírgenes negras cuyas blancas carnaduras esconden unas más antiguas y mucho más oscuras. Por lo demás, el concepto “virgen negra” es decimonónico y aparece en el ámbito académico para clasificar una serie de tallas que no tienen en común nada más que su negritud y que han llegado hasta nosotros como el resultado de una larga construcción cultural que se ha ido dotando de capas de sentido e interpretación. Se trata de un fenómeno que ha estado siempre vivo. Recordemos que no hay ni una sola talla reconocida como virgen negra que esté en la vitrina de un museo.
Hay quienes ven en el color de estas imágenes un mero accidente físico-químico y otros que consideran que la negritud de tales imágenes es intencionada y simbólica desde un principio.
Atendiendo a todas las fuentes y a la recepción del color de estas tallas durante cientos de años, bien parece que la clave del asunto se encuentra en la permisividad del ennegrecimiento de las imágenes, su reflexión poético-teológica y en su exaltación posterior, la cual se inició en el siglo XIV para afianzarse en toda Europa en la época del barroco. No quisiéramos extendernos en esta cuestión, pues ya hemos tenido ocasión de hacerlo en otro lugar. En este artículo nos gustaría, más bien, profundizar en una de las hipótesis que, dentro de la historiografía sobre las vírgenes negras, ha gozado de mucho predicamento y que aún hoy suscita interés entre los buscadores que recorren los caminos del hermetismo.
Las tres hipótesis generales sobre el simbolismo de las vírgenes negras
Antes de lanzarnos por esos caminos, conviene exponer muy brevemente las tres hipótesis que se han manejado a lo largo de los últimos 150 años sobre el sentido simbólico de estas tallas para después centrarnos ya en la que nos ocupa directamente. La primera hipótesis, a la que hemos denominado filo-pagana, plantea que una talla de la Virgen con carnaciones negras sería una adaptación obrada por el arte sagrado cristiano sobre las antiguas imágenes de divinidades femeninas del paganismo greco-romano, celta o egipcio. Así, las diosas que eventualmente fueron representadas en color negro a causa de su carácter ctónico – como Deméter, Diana, Cibeles o Isis – habrían perdurado en la forma de María bajo el dominio cristiano. Según esta hipótesis, cuando María se muestra a los fieles bajo carnaduras negras, estaría ejerciendo y perpetuando los roles de una diosa virgen y madre, fértil como la tierra y de cuyas oscuras entrañas nace su Hijo-Sol. Esta idea de “paganismo encubierto” fue una de las conclusiones a las que llegó Marie Durand Lefevre en su tesis doctoral de 1939, un trabajo pionero por ser la primera monografía sobre las vírgenes negras. Los trabajos más celebres que continuaron y divulgaron esta hipótesis fueron los de Emille Saillens i Jacques Huynen.
La segunda hipótesis es la que hemos denominado Bíblico-cristiana y niega, como es natural, cualquier nexo con el antiguo paganismo. Según esta hipótesis, el color negro de las carnaciones de las imágenes de la Virgen vendría por la aplicación directa de los célebres versos de Salomón nigra sum sed fermosa. Así, vinculando a la amada del Cantar de los cantares con María (tal y como hizo la teología claramente desde el siglo XI) la Madre de Dios podía asumir también otras características de su prefiguración veterotestamentaria, como en este caso el color de su piel. En general, el color negro es interpretado en este contexto como la marca del Sol Divino que la ha tocado, tal y como dice la propia Amada del Cantar.
El color negro de las imágenes vendría por la aplicación directa de los célebres versos de Salomón nigra sum sed fermosa, vinculando a la amada del Cantar de los cantares con María
De esta interpretación se deriva otra: Las tallas negras de Nuestra Señora indicarían que la Virgen es la Madre de los Dolores. El gran defensor de esta tesis fue el canónigo Brugière, quien explica que la Virgen es hija de Adán, esto es, de aquel que cometió la transgresión original, sin embargo, en virtud de su concepción inmaculada, ella no está sujeta al pecado, por lo que Nuestra Señora es negra, pero solo en apariencia. Así lo expondría el monje benedictino Rupert de Deutz en el siglo XII, cuando escribió que la Bienaventurada Virgen parece negra cuando José descubre que ella está encinta. En realidad, explica el benedictino, ella era bella, porque había conocido la sombra de las alas del Espíritu Santo. Es evidente que esta lectura que realizó Rupert de Deutz viene de la interpretación patrística de los ya citados versos del Cantar de los cantares, donde la sulamita es negra y hermosa, como lo es el alma del género humano y también la Iglesia. Tales rasgos habrían sido prefigurados también por la reina de Saba, personaje bíblico que tradicionalmente se ha representado como una mujer negra.
La tercera hipótesis es la que hemos denominado universalista y es la que nos interesa de modo particular. Sin negar la herencia pagana y su perpetuación en el cristianismo, los autores que participan de esta hipótesis ponen especial énfasis en recalcar que las vírgenes negras del cristianismo son una continuidad real de los valores universales que guardaron aquellos cultos a las antiguas diosas madres de la cuenca mediterránea. Siendo así, la virgen negra queda integrada en una luminosa cadena que pone en relación a culturas y tradiciones espirituales muy lejanas pero que, en virtud de lo que podemos denominar “unidad trascendente de las religiones”, forman parte de una única verdad que la historia, la geografía y el carácter de cada pueblo ha expresado en modos diferentes en su forma, pero iguales en su esencia. Para el Dr. Jean Hani, la virgen negra sería un acento particular del misterio mariano, esto es, una parte del misterio total que encarna la Virgen María, quien, a su vez, sería un modo de expresión cristiano de un misterio universal que tiene que ver con lo que se ha denominado el Eterno Femenino.
Alquimia y cristianismo
Dentro de la literatura afín a la hipótesis universalista, la conexión de las vírgenes negras con la alquimia ha sido una constante desde principios del siglo XX. Antes de exponer las lecturas alquímicas sobre estas imágenes de origen medieval, es menester exponer, muy brevemente, qué entendemos por alquimia y cuál es su nexo con el cristianismo y, en última instancia, con la Virgen. A partir de ahí, podremos ilustrar como la virgen negra ha encontrado un lugar dentro de la literatura hermética, la cual aún hoy genera interés filosófico, científico y artístico.
Históricamente, el nacimiento de la alquimia se encuentra en el Egipto grecorromano, en el preludio de la religión cristiana, por lo que su naturaleza y desarrollo estuvieron marcados por una época que poseyó uno de los substratos multiculturales más ricos de la historia, tanto a nivel filosófico, religioso como científico. En ese contexto debemos situar a esta ciencia tradicional, emparentada estrechamente con la filosofía neoplatónica de los textos de Hermes Trismegisto, personaje identificado con el dios egipcio Thot.
Los primeros textos alquímicos ya emplearon lo que hoy resulta más atractivo para nosotros: su lenguaje alegórico y simbólico que, como vehículos de un profundo conocimiento, lo protegían a su vez de las miradas de aquellos que no estaban preparados para entenderlo. Pero, ¿cuál era el objeto de este conocimiento? Desde luego, la alquimia no es una pre-química ni tampoco una proto-psicología. ¿Qué es entonces? Titus Burckhardt la define como «el arte de las transformaciones del alma», puesto que lo que constituye el fundamento de la obra, su verdadera materia, es la propia naturaleza del hombre . Por lo tanto, todas las alegorías y simbolismos basados en la naturaleza de los metales y sus relaciones, no serían más que una guía que permitiría entender los cambios operados en el alma del alquimista, quien encontraría en lo que ocurre en el laboratorio una imagen exterior de los procesos espirituales internos. Así, podríamos decir que uno de los fines fundamentales de la Obra alquímica es convertir la materia vil en oro, esto es, aurificar el alma de aquel que practica este arte. De este modo, cuando el alquimista manipula la materia no lo hace como lo haría un químico, pues en realidad aquel lo hace con la intención de trascenderla gracias a su indagación de los principios de las cosas, de lo que hay más allá de esa materia.
Titus Burckhardt define la alquimia como «el arte de las transformaciones del alma», puesto que lo que constituye el fundamento de la obra, su verdadera materia, es la propia naturaleza del hombre
Es importante apuntar que, si bien la alquimia no tiene un marco religioso a priori, ésta no puede considerarse independiente de la religión, de igual modo que la religión no se puede reducir a las verdades de la alquimia. Así es como lo entiende R. Arola, quien señala que, a partir de Paracelso, se reveló definitivamente “el sentido interior de la alquimia y su relación con la religión o, más concretamente, con cierta voluntad reformadora de la religión cristiana”. Esto finalmente no ocurrió en el plano histórico, pero la alquimia demostró que podía ser el lugar de confluencia en el que los sabios de las distintas ramas del cristianismo podían encontrar el tesoro del conocimiento, sin importar la confesión particular de cada uno. Más aún, la alquimia, el arte de las transformaciones que conducen a la regeneración integral del ser humano, es algo común en todas las religiones presentes y antiguas, tanto de oriente como de occidente. Es por esto que circunscribimos esta propuesta de interpretación sobre las vírgenes negras dentro de la hipótesis universalista, ya que lo que ésta encarnaría sería la misma idea de la materia prima, esto es, el objeto sobre el que se trabaja desde el principio de la Obra hasta su culminación.
En efecto, «el misterio de Dios, del Hombre y de la Creación, no podía separarse del misterio de la materia prima o, mejor dicho, el lugar puro para acoger ese algo que la alquimia preconizaba» . Es por esto que la tradición alquímica se “apropió” del misterio mariano. Ese oro resultante de la operación alquímica siempre se describe como un oro puro y oculto, que nada tiene que ver con el oro vulgar que podemos ver, por ejemplo, en un lingote. Esa pureza oculta guarda relación con la Virgen. En relación a esto, tal y como nos recuerda Arola, para los seguidores de Paracelso, “la experiencia de lo santo se basaba en el conocimiento experimental del lugar interior y secreto donde se manifestaba ese algo o Primera Materia”. Escribió el profeta Isaías: “El mismo Señor os dará la señal: he aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo y llamará su nombre Emmanuel” (7, 14). Sobre este texto de Isaías, Arola señala que la palabra hebrea que se traduce por “virgen”, almah, proviene de una raíz verbal que significa “estar oculto”, “estar velado”. Sin la materia prima no puede existir el arte, del tipo que sea. Y en el caso del arte alquímico esto es más claro aún, pues el misterio de la alquimia es precisamente el misterio de la substancia, lo que Eirenaeus Philalethes llama “el receptáculo católico de los espíritus”. Ese receptáculo, ese lugar para el descenso del influjo divino que debe moldear la materia y producir las formas, tiene en la Virgen uno de sus símiles más importantes. ¿No es acaso el Cristo la imagen del Cielo que ha nacido en el mundo tras tomar forma en la materia pura y virginal de María, donde había estado oculto hasta su nacimiento? Desde esta visión se comprenden las tradiciones que vinculan la Piedra Filosofal con el Hijo de Dios. Por la misma lógica, se comprende también que, para los alquimistas cristianos, como indica Arola, “la Virgen María es el lugar santo donde se engendra el oro filosófico. Se trata de un lugar esencialmente distinto y separado del mundo profano”.
La Virgen negra como imagen de la materia prima
¿Cuál es entonces el simbolismo concreto de la virgen negra dentro de toda esta concepción? Para contestar a esta pregunta, conviene recordar que el proceso de la Gran Obra de los alquimistas atraviesa varias fases, donde cada una se conoce por el color bajo el cual se encuentra la Materia, a saber: Nigredo u obra al negro, asociada a la putrefacción o aniquilación de la materia prima y a su disolución; Albedo u obra al blanco, que es una primera purificación de la Materia introducida en el horno; Rubedo u obra al rojo, culminación de la Obra . En cada uno de estos pasos, el fuego juega un papel fundamental, pues él se encarga de obrar una purificación mayor en cada uno de los “peldaños” de esta operación en el alma del alquimista.
La Gran Obra atraviesa varias fases: Nigredo u obra al negro, asociada a la putrefacción o aniquilación de la materia prima; Albedo u obra al blanco, que es una primera purificación de la Materia; Rubedo u obra al rojo, culminación de la Obra
Es evidente que, para los partidarios de la interpretación alquímica de la virgen negra, ésta representaría el estadio inicial de la Obra. Quien primero y más claramente expuso esta lectura fue Fulcanelli en su célebre obra “El misterio de las catedrales”, publicada en 1926, en donde podemos leer que las vírgenes negras:
representan, en el simbolismo hermético, la tierra primitiva, la que el artista debe elegir como sujeto de su gran obra. Es la materia prima en estado mineral, tal como sale de las capas metalíferas, profundamente enterrada bajo la masa rocosa. Es, nos dicen los textos, «una sustancia negra, pesada, quebradiza, friable, que tiene el aspecto de una piedra y se puede desmenuzar a la manera de una piedra».Parece, pues, natural que el jeroglífico humanizado de este mineral posea su color específico y se le destine, como morada, los lugares subterráneos de los templos.
Para Fulcanelli es lógico pensar que estas imágenes negras son el modo cristiano de una misma verdad universal, la cual habrían encarnado antes las imágenes de Isis:
Con su virgen subterránea, Chartres tiene fama de ser el más antiguo lugar de peregrinación. Al principio, no era más que una antigua estatuilla de Isis, «esculpida antes de Jesucristo», según dicen viejas crónicas locales. En todo caso, la imagen actual data solamente de finales del siglo XVIII, pues la de la diosa Isis fue destruida en una época ignorada y sustituida por una imagen de madera, con el Niño sentado sobre las rodillas, que fue quemada en 1793.
Jean Hani, a quien ya hemos aludido, toma con cautela la obra de Fulcanelli, si bien le confiere validez en lo más esencial: el fiel, encontrándose ante una virgen negra, puede contemplarla como el prototipo al que debe conformarse su alma, que debe tornarse “virgen negra”, esto es, aniquilarse en la perfecta humildad que simbolizaría ese color; así podrá alcanzar el estado de materia prima, materia virgen apta para recibir la Luz divina. En realidad, esto no deja de ser una interpretación en clave hermética de lo que muchos teólogos cristianos de todos los tiempos han evocado. Escribió Ángelus Silesius en su “Peregrino Querubínico” (1657) que «si tu alma es sierva, y pura como María, debe quedar al instante preñada de Dios» (II, 104). Lo expresado por Angelus Silesius es, ni más ni menos, el nacimiento de Dios en uno mismo, nacimiento que viene precedido de una muerte o un regressus ad uterum, el cual muchas veces se ha equiparado a la noche cósmica, esto es, la naturaleza en su estado primitivo, esa Madre a la que hemos denominado también Primera Materia.
Mircea Eliade, refiriéndose a la operación alquímica del Baño María, explicó que ésta representa la matriz de la que ha nacido Jesús y que «la encarnación del Señor en el adepto puede comenzar desde el momento en que los ingredientes alquímicos del Baño María entran en fusión y vuelven al estado primitivo de la materia». Ese estado primitivo, esa oscuridad, esa noche, esa posibilidad universal, es lo que simbolizarían las vírgenes negras.
Ese estado primitivo, esa oscuridad, esa noche, esa posibilidad universal, es lo que simbolizarían las vírgenes negras.
Cualquier interpretación en clave iniciática del rol de la Virgen que se haya propuesto en el mundo contemporáneo, se sostiene y perpetúa gracias al universo de imágenes visionarias legadas por la mística medieval, la cual entronca perfectamente con el simbolismo alquímico que estamos tratando. En este sentido y en relación a lo que hemos mencionado más arriba sobre el regressus ad uterum, es muy paradigmático el caso de santa Hildegard von Bingen. Parte de la obra de esta abadesa benedictina, en especial aquella basada en sus visiones, estaría cuajada de conocimientos de tipo alquímico. Así lo ha expuesto Francisco Villarroel, quien resume así esta cuestión:
Dentro del misticismo medieval, Hildegard von Bingen representa la convergencia de distintos saberes que circulan por la Alemania del S.XII. Uno de estos elementos que sigue sin ser trabajado es la alquimia, la que forma parte esencial dentro de la construcción simbólica y significativa en Scivias y en el Liber Divinorum Operum, obras que tienen una configuración basada en procesos alquímicos (Nigredo, Albedo y Rubedo), referencias metalúrgicas y también alusiones iconográficas a la mujer como matriz y gestadora de vida, a modo de “simbolismo obstétrico”, en palabras de Mircea Eliade. Las alusiones alquímicas presentes en su obra suponen un reflejo del estudio y/o conocimiento de algunas referencias a esta antigua disciplina, que fue introducida por los árabes y la posterior divulgación — de forma muy discreta — por Europa, hasta su auge definitivo en el siglo XVII.
Dentro de la obra de Hildegard nos interesan especialmente dos de las visiones expuestas en su Scivias: “La peregrinación del alma” y “La maternidad que procede del Espíritu y del Agua” (II, 3. Códice de Wiesbaden). La primera visión a la que nos referimos es la cuarta del primer libro y se encuentra ilustrada por una miniatura que resulta un claro ejemplo del simbolismo obstétrico. Tal y como describe Villarroel, “se observa al niño formado saliendo de color blanco del útero/horno de una mujer blanca; a la vez, un hombre negro (o un material en Nigredo) se apronta para entrar al horno purificador de la mujer virgen, y recrear el mismo proceso anterior”. Vemos como estas almas, limpiadas del pecado y desprovistas de la negritud, han pasado ya por la purificación y son entonces conducidas por seres angelicales al lugar que les corresponde. En la tercera visión de la segunda parte del Scivias, recogida y analizada también por Villarroel, se repite la misma operación, en la cual una enorme figura dorada que representa a la Virgo – Ecclesia, realiza la función de madre purificadora de los pecados. Escribe Hildegard que esta figura femenina, “arrancando a cada uno de ellos la piel negra, la arrojó fuera del camino; Atavió a cada cual con una túnica muy blanca y les abrió la luz esplendorosa”. Está claro que, en este caso, la Virgen no aparece como materia prima, como la entendió Fulcanelli, sino como Madre dorada, transformada y purificadora, la que propicia la superación del estadio del Nigredo y el paso al Albedo. En otras palabras: posibilita que el alma del fiel, convertida ya en virgen negra, se desprenda de su envoltura oscura tras el paso (o retorno) al útero de la Madre, donde aguarda el fuego purificador del Espíritu.
Convenimos con Villarroel en que la conjugación y asimilación de la alquimia por la doctrina cristiana es un modo que facilita la expresión y la explicación intelectual de los misterios del cristianismo, los cuales son el verdadero objetivo de la Sibila del Rin, más allá de su experiencia personal. Siendo esto así, podemos comprender la voluntad, en época contemporánea, de ver en la virgen negra una figura o imagen que entroncaría con la alquimia, pues tal cosa ya había ocurrido, al menos, en el siglo XII, momento en el que las formas del antiguo hermetismo se emplearon como un lenguaje adecuado para ayudar a exponer las transformaciones del alma a través de la Madre, esto es, a través de la Virgo – Eclessia. Sobre el influjo de estas concepciones herméticas dentro del arte contemporáneo tendremos ocasión de reflexionar seguidamente para después centrarnos en el caso paradigmático de Louis Cattiaux.
Alquimia y creación artística contemporánea
Independientemente de la calidad de los trabajos sobre alquimia, desde el siglo XVII, el arte hermético fue oficialmente cuestionado e incluso atacado por los adalides del pensamiento racional, cuyas ideas triunfarán definitivamente en el siglo de las luces. Así, con el progreso de las ciencias químicas, la vieja quimera de los alquimistas (así era como lo consideraban sus detractores) quedó oficialmente relegada a los mundos de la literatura y la fantasía, de modo que cualquier otro interés por esa materia restaba como sinónimo del ridículo.
Con el progreso de las ciencias químicas, la vieja quimera de los alquimistas quedó oficialmente relegada a los mundos de la literatura y la fantasía
Sin embargo, tal y como ha escrito F. Bonardel, «esta expulsión oficial del campo del pensamiento positivo fue y sigue siendo para la alquimia una ocasión para reformular – teórica y prácticamente – el espacio de su posible supervivencia y las condiciones de su fecundidad espiritual y creadora perpetuamente viva». Así, parece que los tiempos modernos no enterraron para siempre a la alquimia, sino que, al contrario, la resucitaron, si bien sus caminos se tornaron más oscuros y secretos que hasta entonces. Desterrada ya de las instituciones académicas, la pista de la alquimia se tornó aún más compleja de seguir, incluso históricamente. Mientras proliferaban las publicaciones científicas centradas en la estricta química, enseñada de manera clara y sin velos simbólicos, aumentaban también, en paralelo, centenares de manuscritos sobre alquimia. “Se cuentan por centenares – explica Pérez Pariente – los manuscritos alquímicos de los siglos XVIII y XIX que atesoran diversas bibliotecas occidentales, a menudo procedentes de coleccionistas privados, sobre todo en el caso de Norte América”. Según Pérez Pariente, “el examen de esos documentos a menudo revela la existencia de una cadena de transmisión de saberes alquímicos, de círculos de alquimistas que se comunicaban entre sí de manera privada para compartir enseñanzas, experiencias y documentos, ajenos a toda organización formalmente constituida”.
Si bien aquella vieja “mística metalúrgica”, mediadora entre el reino de la materia y el del Espíritu, fue una actividad que se desarrolló “subterráneamente” y en los márgenes de la sociedad, lo cierto es que a finales del siglo XIX y a principios del XX ésta encontró un nuevo lugar y unos nuevos “alquimistas” que iban a tratar de emplear aquellos conocimientos esotéricos dentro de un ámbito completamente distinto. Nos referimos, en efecto, a la creación artística, la cual había asumido entonces la tarea propia de cualquier religión, como ya hemos señalado: unir, religar el cielo con la tierra. En este contexto, se entiende perfectamente la expresión del poeta Aloysius Bertrand, quien refiriéndose a la obra de arte la calificó como “la Piedra filosofal del siglo XIX”.
En este contexto, se entiende la expresión del poeta Aloysius Bertrand, quien refiriéndose a la obra de arte la calificó como “la Piedra filosofal del siglo XIX”
La alquimia, alejada ya de la química, podía entonces ofrecer esa gnosis, ese conocimiento imprescindible para obrar la reunión de los mundos terrenal y celestial que buscaban aquellos artistas abiertos a la espiritualidad. Por esto mismo, muchos de ellos se interesaron por los textos herméticos, convirtiendo así sus creaciones en obras portadoras de un conocimiento alquímico fruto de la experiencia. El laboratorio no era ya el lugar exclusivo del alquimista, pues la misma función empezó a desarrollar el taller del pintor y el estudio del poeta. La Gran Obra alquímica podía efectuarse mediante la creación de un poema, una pintura o en una composición musical. Advirtamos que no se trataba sencillamente de enumerar símbolos herméticos o citar figuras alquímicas ya conocidas desde siempre, sino que le arte debía ser capaz de establecer relaciones reales entre simbolización y transmutación. Quien desee ir más allá de esa mera enumeración, tal y como ha escrito F. Bonardel, «debería tratar de interrogar conjuntamente el arte y la alquimia sobre tres cuestiones esenciales: a) la voluntad manifiesta del arte de ser reconocido como Ars Magna; b) el acto poético como trabajo espiritual de naturaleza “filosofal”; c) la vocación transmutadora de la creación en la cultura, y en la cultura occidental en particular”. Para Bonardel, las tres condiciones enumeradas fueron cumplidas de forma paradigmática por Wagner, Mallarmé y Proust, quienes crearon personajes y tramas que se dirigían hacia una búsqueda de algo que se parece mucho a lo que podría ser la Piedra filosofal, bien a través del sacrificio, la redención del amor o mediante la superación de pruebas caballerescas.
En el ámbito de las artes plásticas, la alquimia está presente en la obra de ciertos artistas contemporáneos, no solo como tema representado, sino como vía para la búsqueda y la realización espiritual a través de la fe y el conocimiento. William Blake, František Kupka, Jean Delville o Remedios Varo son solo algunos nombres célebres. Sin embargo, el caso de Louis Cattiaux es seguramente el más paradigmático y el que mejor encaja con el objeto de nuestra investigación, que es simbolismo de la virgen negra.
La Virgen negra en la pintura alquímica de Louis Cattiaux
Cercano por su plástica al surrealismo, del que fue contemporáneo, e igualmente buscador de lo oculto en las profundidades del alma como los simbolistas, la figura del pintor, poeta y visionario francés Louis Cattiaux (1904-1953) pertenece, sin embargo, a otro orden. Tal afirmación no es exagerada, pues podemos considerar a este autor como un verdadero continuador de aquellos sabios del mundo antiguo que conocían y practicaban la alquimia, el arte hermético que enseña cómo se une el espíritu con la materia, lo divino con lo humano. En su obra, Cattiaux dio una nueva vida a lo más esencial de las antiguas tradiciones espirituales. Supo ver, más allá de las formas exteriores, aquella verdad fundamental, aquella philosophia perennis que late en el interior de las diferentes religiones y filosofías tradicionales. Quizá por esto mismo, Cattiaux no goza de un lugar destacado dentro de nuestra selectiva y sesgada historia del arte, en donde se acostumbra a incidir más en la novedad, la transgresión y la ruptura que en aquello que es continuador de cualquier tradición que toque con lo espiritual. A la búsqueda de esa gnosis, Cattiaux pasó largas horas en la Biblioteca del Arsenal, en París, que por aquel tiempo reunía una portentosa colección de volúmenes sobre alquimia y hermetismo y que actualmente se encuentran en la Biblioteca Nacional de Francia. Aquellas lecturas, más espirituales y meditativas que eruditas, le conectaron con los antiguos maestros: «Durante la ocupación me alimentaba con una manzana por ágape. Pasaba todo mi tiempo en la Biblioteca de París en donde se hallaban los secretos del esoterismo y del arte medieval. Me nutría literalmente del espíritu de los antecesores creyentes y escrupulosamente artistas».
Cercano al surrealismo, del que fue contemporáneo, e igualmente buscador de lo oculto, la figura del pintor, poeta y visionario francés Louis Cattiaux (1904-1953) pertenece, sin embargo, a otro orden.
De entre esos antecesores, seguramente los más preciados para el pintor fueron Nicolas Flamel y Nicolas Valois, en cuya obra encontró y reconoció un saber que el occidente moderno había perdido u olvidado. Era necesario volver a encontrar esa gnosis y esa praxis. Quizá de este anhelo, de esta necesidad, brota el primer impulso que llevó a Cattiaux a ser el autor de un libro singular y extraordinario, aunque él mismo reconociera que el contenido de la obra le sobrepasaba: “El Mensaje Reencontrado”. Redactado a lo largo de quince años y construido a base de aforismos y sentencias dispuestas en forma de dos columnas, este escrito presenta todos los rasgos de un libro inspirado. La primera autoridad en esoterismo y metafísica que supo ver el valor del libro fue René Guénon, quien publicó una reseña muy favorable sobre lo escrito por Cattiaux. Esto es muy interesante, pues no fueron los coetáneos artistas de vanguardia buscadores de lo oculto aquellos que reconocieron el valor de “El Mensaje Reencontrado”, sino el más estricto y duro detractor de este tipo de arte. En efecto, para Guénon, el surrealismo y todos los ismos no eran más que degeneraciones del verdadero arte, que debe estar sujeto siempre a una tradición espiritual. Esto coloca a Cattiaux en un lugar especial, pues su técnica y estilo como pintor pueden recordar efectivamente al de los surrealistas, pero el fondo y la esencia de su obra se encuentra en otro lugar, más cercano al auténtico esoterismo tradicional que a las vanguardias. Parece que Cattiaux encontró el hilo espiritual que occidente había perdido y lo supo formular con un lenguaje nuevo y más adecuado a los tiempos. Su pintura y sus textos así lo demostrarían.
El pintor francés escribió otro valioso libro, titulado “Física y Metafísica de la Pintura”, en donde trata de la práctica y la teoría del arte desde una óptica muy poco convencional para su tiempo y contexto. Para Cattiaux, el arte es un acto mágico, en el sentido que se le daba a esta palabra en el Renacimiento: la ciencia de casar los mundos, de unir el cielo con la tierra. Desde esta perspectiva, «en las operaciones artísticas – explica Arola – se hace visible lo invisible de la naturaleza, aquella fuerza que impele las transformaciones constantes a partir de las cuales es posible alcanzar el único centro».
Afirmaciones semejantes vienen recogidas en “El Mensaje Reencontrado”: «El arte consiste en hacer aparecer lo sobrenatural oculto en lo natural» (IX, 53). Así, tal y como apunta Arola, la metafísica de la que hablaba Cattiaux no aparece como algo alejado del ser humano, tal y como se ha concebido mayormente en el arte y la literatura que hemos conocido anteriormente. Este tipo de metafísica permite evitar los excesos tanto de espiritualización como de materialidad, de manera que asistimos a un perfecto equilibrio fruto del encuentro entre lo bajo y lo alto. A este respecto, Emmanuel d’Hooghvorst afirma, siguiendo a Cattiaux, que «dar cuerpo y medida a la inmensidad es el misterio del Arte puro». AquÍ reside verdaderamente la naturaleza alquímica del arte. No es menester que el artista dibuje atanores u otras figuras de los imaginarios alquímicos propios del romanticismo o de la novela gótica. El arte hermético acontece en la concepción que Cattiaux tiene de su propio oficio como pintor. Comprobamos felizmente como creación artística y alquimia aparecen por fin plenamente integradas en la obra de un artista contemporáneo.
Este tipo de metafísica permite evitar los excesos tanto de espiritualización como de materialidad, de manera que asistimos a un perfecto equilibrio fruto del encuentro entre lo bajo y lo alto
Como ya hemos observado más arriba, la alquimia necesita de la religión y, por lo tanto, sus modos de expresión toman muchas veces las figuras y personajes de su religión contextual. Así, tal y como apunta Arola, en la obra de Cattiaux abundan los grandes temas del cristianismo: la Anunciación, el nacimiento de Jesús, la crucifixión, etc. «Cada una de estas pinturas – continúa Arola – es una reflexión profunda y una enseñanza sobre la iconografía cristiana tal como fue en su origen. Las enseñanzas evangélicas son tratadas desde el conocimiento del secreto que encierran». Un conocimiento cuyo significado queda iluminado por la “santa ciencia de Hermes”, tal y como escribió el propio Cattiaux. Ocurre lo mismo en las pinturas que representan los misterios marianos, tema al que Cattiaux prestó una especial atención hacia el final de su vida. «Pinto Vírgenes Eternas – decía el propio artista – de las que nadie conoce el verdadero nombre excepto el que las desposa». Para Cattiaux, tal y como señala Arola, el misterio mariano «es el lugar por el cual se debe pasar imprescindiblemente para llegar al sol filosófico, y sus creaciones artísticas sobre este tema, lejos de preocupaciones estéticas, son enseñanzas concretas sobre este misterio. Bajo esta concepción mágico-alquímica del arte, la Virgen aflora en toda su plenitud; su simbolismo no se presenta separado o polarizado, sino completo y ejerciendo el rol concreto que en cada ocasión desea acentuar el pintor. Particularmente, la Virgen negra encuentra, al menos, dos claras representaciones en la obra de Cattiaux. Pero, ¿qué pueden representar exactamente estas vírgenes negras? Para entender mejor estas pinturas, es conveniente acudir a “El Mensaje Reencontrado”, en donde a la virgen negra le han sido dedicados algunos versículos, como por ejemplo el que sigue: «¿No es la virgen negra la primera y más misteriosa de las madres? ¿No es ella a quien Dios ha mirado amorosamente desde el comienzo? ¿No es ella quien ha alumbrado la luz que ilumina al mundo?» (XXVII, 33)
Según explica Raimon Arola, “Simbólicamente, la Virgen Negra representa el lugar y el resultado de la primera conjunción entre el cielo y la tierra. De ella crecerá el árbol luminoso que producirá el fruto dorado”. Se entienden entonces estas palabras que el propio Cattiaux dirigió en una carta a uno de sus amigos: “Tienes mucha razón en adorar a la virgen negra, ya que sin ella es imposible alcanzar a la virgen blanca, y sin ésta última es imposible llegar hasta el hijo rojo” . Encontramos, de nuevo, las tres fases de la Gran Obra: Nigredo , Albedo y Rubedo. Sobre esa primera fase oscura del Opus Magnum, hemos podido saber que el discípulo y amigo de Cattiaux, Emmanuel d’Hooghvorst, explicaba que cuando el hombre fue enviado al exilio, encontró en este exilio un lugar misterioso y oscuro, llamado la virgen negra, donde se encuentra la semilla de la luz. Tenemos que encontrarlo y tenemos que sacar esa luz.
“Simbólicamente, la Virgen Negra representa el lugar y el resultado de la primera conjunción entre el cielo y la tierra. De ella crecerá el árbol luminoso que producirá el fruto dorado”
Resulta evidente que Cattiaux es continuador de lo que nosotros hemos llamado hipótesis universalista, concretamente de la lectura alquímica que esta hipótesis permite sobre el fenómeno. De hecho, el propio pintor tenía ya una idea bien formada a este respecto en lo que atañe a las piezas medievales que tratamos en este trabajo. En una de sus cartas dirigidas a un amigo, escribió Cattiaux que: «No conozco Montserrat ni ningún otro lugar santo, tal vez algún día podré visitarlos cómodamente. Nuestra Señora de Montserrat es una de las escasas vírgenes negras imagen de la primera materia alquímica, de donde viene el oro vivo representado por el niño Jesús, al que se ha de multiplicar por la muerte y la resurrección». Queda entonces claro que el aspecto principal de la virgen negra en la obra de Cattiaux es la de representar aquel lugar o estado del alma en el cual debe nacer la luz divina en el hombre, emergiendo de la oscuridad, esto es, partiendo de la materia prima; imitando, pues, el acto cosmogónico recogido en la tradición bíblica, cuando se narra como Dios extrajo la luz de las tinieblas. En este sentido es interesante que nos detengamos un momento en la pintura “Virgen negra” de 1952, a fin de exponer con algo más de detalle y partiendo de una obra concreta, todo lo que hemos expuesto.
En esta pintura la figura de la Virgen aparece de pie y sin el Niño, en medio de un espacio que, a juzgar por las arcuaciones, parece ser un templo, un espacio sagrado. Esto bien podría indicar que ella misma es el templo, es decir: el lugar donde acontecen las epifanías, donde Dios se manifiesta. Afirmación muy razonable para la teología, pues María es el templo de Dios, del Dios que nace en el mundo, en el polo inferior de la creación. Sin embargo, este lugar terrenal-inferior ahora se ha convertido en un cielo. Tal cosa queda explicitada por el suelo ajedrezado, cuyas baldosas evocan lo celeste mediante las estrellas que aparecen representadas en su centro. Interpretamos que la dualidad bicroma que plantea el ajedrezado queda trascendida por la Virgen, pues ella integra los mundos, pues propició que el cielo bajara a la tierra; el mismo cielo que ella porta en sí y que demuestran las estrellas pintadas sobre sus ropajes de esta figura de la Virgen revestida por el cielo estrellado. Y en ese punto central e intermedio que ella representa, justo entre el cielo y la tierra, entre lo celestial-invisible y lo físico-visible, en medio de esa “corporeidad celeste” que diría H. Corbin, aparece la reluciente hostia que la Virgen negra porta en su mano, imagen de la divinidad que se hace presente en medio de la oscuridad de la Virgen, que es la materia prima. De fondo, como emulando el pan de oro de los iconos ortodoxos, encontramos un cielo dorado, cuajado de estrellas, y que simbolizaría la presencia del Oro-Sol divino presente en el mundo inferior, como si la luz dorada hubiera tomado cuerpo y forma.