sábado, 3 de junio de 2023

La cruzada albigense

Nos situamos en la Europa de mediados del siglo X. Por fin parece que se empiezan a vislumbrar signos del fin de la Edad Oscura y ya se adivina el próximo resurgimiento económico y cultural en el continente, en una sociedad que ha vivido profundos cambios en las décadas anteriores. Sin embargo la reciente desaparición del Imperio carolingio ha provocado la ausencia de un fuerte poder centralizado, permitiendo por un lado que el poder se atomice y por otro que se incremente la inseguridad por el aumento de invasiones (pueblos germánicos, eslavos, magiares, árabes, vikingos…). La consecuencia es el surgimiento del feudalismo y un rápido aumento del poder de los señores feudales. Y, sobre ellos, la Iglesia Católica alcanza las más altas cotas de poder político y económico desde su origen. A pesar de que el sistema esclavista que reinaba en la economía desde el Imperio romano ha desaparecido, las desigualdades entre clases se mantienen (o incluso aumentan) debido a la aparición del vasallaje. Así, encontramos básicamente tres clases sociales con una separación entre ellas muy estricta: la de los que se dedican a Dios, la de los que se dedican a la guerra y la de los que trabajan. Los miembros de esta última clase deben, con su trabajo, mantener a las otras dos.

Así estaban las cosas a mediados del siglo X, cuando a Europa occidental comienzan a llegar desde el este del continente a través de las rutas comerciales unas ideas bastante innovadoras, por no decir adelantadas a su tiempo. Y estas ideas dieron lugar a una religión hoy ya desaparecida, el maniqueísmo, para la cual el hombre, como parte del universo, era también considerado un ser dual. Un alma de luz atrapada en un cuerpo material de tinieblas. Dos partes de un todo. Inseparables. En la práctica eso se traduce en dos ideas muy poderosas. La primera es que el hombre no es responsable del mal que causa, ya que su origen está en las tinieblas que dominan su cuerpo y no en su voluntad. Por tanto el concepto de pecado no tiene sentido. La segunda es que el bien y el mal, la luz y las tinieblas, Dios y Satanás, son dos partes de un mismo todo, dos caras de la misma realidad. Estas ideas llegan a una gente asfixiada por la desigualdad, viviendo en condiciones deplorables, trabajando de sol a sol y muriendo joven para ver cómo todo el esfuerzo de su trabajo se destinaba a mantener a los vividores: el clero y la nobleza. Hay que imaginarse  el punto de vista de estos campesinos, cuando comienzan a oír que Dios había creado el mundo espiritual (cielos y almas que, como tales, no necesitaban hacer nada por redimirse), mientras que el Diablo había creado el mundo terrenal, incluyendo al hombre (a todos los hombres), la guerra e incluso la Iglesia Católica, que no era más que una herramienta de corrupción. ¿No tenía esa concepción mucho más sentido que la otra que les habían enseñado, según la cual unos hombres tenían privilegios y otros no, a pesar de haber sido todos creados por el mismo Dios, en un mundo repleto de desigualdades, guerra, enfermedad y muerte?. Como no podía ser de otra forma, esas nuevas ideas acabaron calando. Y se adaptaron a los nuevos tiempos y la religión imperante. Se mantiene la dualidad, con un mundo espiritual creado por Dios y uno material creado por Satanás y se considera el mundo material (incluyendo el cuerpo del hombre) como algo transitorio. Nace el catarismo. Algunas otras de sus ideas eran aún más peligrosas en un mundo en el que la Iglesia tenía tanto poder. Negaban el bautismo (sólo contemplaban un sacramento, el consolamentum), se oponían al matrimonio con propósito de procrear (lo que significaba traer un alma pura al mundo material imperfecto y encerrarla en un cuerpo físico) y defendían que Yahveh, el Dios del Antiguo Testamento, era en realidad Satanás, ya que había creado el mundo físico. Pero sin duda la idea más peligrosa (para la época) era la de la igualdad entre hombres y mujeres. Éstas gozaban, para los cátaros, de todos los derechos, libertad plena e independencia absoluta respecto de los hombres. Una locura, vamos.

En la zona occitana del Languedoc (Sur de Francia) el catarismo fue no sólo  es aceptado sino incluso adoptado por buena parte de la nobleza. Sus adeptos se multiplicaron especialmente destacada en Albi (de ahí lo de albigenses). El catarismo se extendió por toda Europa como ya he dicho desde mediados del siglo X, pero fue en el siglo XII cuando de verdad se comenzó a generalizar y arraigó entre la población. De hecho en la segunda mitad de este siglo estaba tan arraigada y con una estructura tan sólida que en 1174 los cátaros celebraron su primer concilio, con la presencia de los obispados cátaros franceses y el papa cátaro. Para entonces la Iglesia católica ya veía el catarismo no sólo como una herejía, sino también como una gran amenaza: estaba creciendo demasiado, y además a su costa. No podían permitirlo y, efectivamente, decidieron actuar antes de que fuera demasiado tarde.

A principios del siglo XIII el papa Inocencio III encargó a dos monjes cistercienses la tarea de recuperar las almas descarriadas del Languedoc para la Iglesia católica. Estos dos monjes se reunieron en Béziers con Pedro II de Aragón (Béziers, Carcasona y Narbona eran feudatarios de este rey, mientras que Montpellier había jurado fidelidad años antes a Alfonso VII de Castilla) quien, a pesar de acatar los mandatos de la Santa Sede, rechazó levantar la espada contra sus súbditos. ¿Y qué hicieron entonces? Pues no se les ocurrió otra cosa que, en compañía de otro abad, recorrer el territorio intentando evangelizar a aquellos herejes. Y lo hicieron muy al estilo de la Iglesia de la época, en lujosos coches de caballos y con toda una comitiva de sirvientes. Mostrando a los cátaros justo lo que éstos más reprochaban a la Iglesia católica. Por supuesto no consiguieron absolutamente nada, aparte de causar el efecto contrario al que pretendían. Tardaron, pero se dieron cuenta, así que cambiaron radicalmente de método y comenzaron a predicar mostrando pobreza y en parejas, como los primeros apóstoles. Y así fue como empezaron a ver resultados y a convertir a los primeros cátaros e incluso a algunos prefectos. El método era eficaz… pero lento y molesto para los monjes.

Así estaban las cosas en 1208, con la herejía cátara en pleno auge, dueña prácticamente del sur de Francia gracias al apoyo de los nobles y a la conversión masiva, y con la Iglesia católica dando una peligrosa imagen de permisividad ante esto, lo que suponía un peligro muy real de que el catarismo se acabara extendiendo por toda Francia y después por el resto de Europa a la velocidad de la pólvora. Fue entonces cuando el legado pontificio fue asesinado en Saint-Gilles, en el Languedoc. El crimen se atribuyó al conde de Tolosa y el papa aprovechó esta situación para pronunciar un anatema contra él y declarar sus tierras entregadas como presa. Imagina lo que vino a continuación: todos los nobles del reino acudieron en masa a Tolosa a la rapiña bajo pretexto de la cruzada santa. Como buitres sobre un cadáver. Y, la verdad, cadáveres no faltaron. Fue en realidad como si se hubiera abierto una veda. Los nobles franceses vieron la ocasión de obtener un botín justo al lado de casa con el visto bueno papal, y no les importó para ello matar lo que hubiera que matar, hombres, mujeres y niños, compatriotas o no.

Uno de los episodios más conocidos de esta cruzada es la de la toma de Béziers, a cargo de los cruzados cistercienses. Al mando del asedio de la ciudad estaba el legado papal y abad cisterciense Arnaud Amaury quien, una vez que los cruzados consiguieron penetrar las murallas, dio orden de masacrar a todos los cátaros que habitaban en la ciudad. Los oficiales le preguntaron cómo distinguir a los cátaros de los cristianos, a lo que se dice que respondió: "Matadlos a todos, Dios reconocerá a los suyos". Como si se tratara de un pistoletazo de salida, a partir de la matanza de Béziers comienza una macabra persecución que acaba con miles de cátaros en la hoguera. La batalla decisiva fue la librada en Muret en 1213 entre las tropas cruzadas y las del rey francés Felipe II por un lado, bajo el mando de Simón de Monfort, y las de Pedro II de Aragón por otro a quien, recordemos, los nobles del Languedoc habían rendido vasallaje. Irónicamente Pedro II, que había sido coronado por Inocencio III, fue conocido como el Católico. La batalla terminó con la victoria cruzada y con la muerte del rey de Aragón, que además supuso el fin del señorío de este reino en el sur de Francia.

En 1216 murió el papa Inocencio III y los nobles cátaros, que habían sido vencidos pero no exterminados, aprovecharon la circunstancia para sublevarse. Sin embargo, tras alguna victoria inicial, comenzaron a sucederse las derrotas y las tropas languedocianas huyeron refugiándose de ciudad en ciudad, según éstas iban siendo tomadas por los ejércitos cruzados. Esta situación se prolongó hasta 1223, cuando tras una nueva excomunión por parte del nuevo papa, Honorio II, y la intervención del recién coronado rey Luis VIII (apodado el León), el vizconde de Carcasona huyó a Barcelona y los occitanos aceptaron la rendición. Aún intentó el señor de Carcasona regresar diecisiete años después, provocando un tímido alzamiento occitano que no llegó a nada. Los últimos cátaros se refugiaron en los castillos de Montsegur y de Quéribus con la esperanza de que allí, lejos de las zonas de conflicto, les dejaran tranquilos. Fue en vano. El castillo de Montsegur cayó en 1244 y los más de doscientos cátaros refugiados en él fueron quemados vivos. La fortaleza de Quéribus fue tomada en 1255. Para buscar y eliminar a los cátaros que aún sobrevivieran en el sur de Francia el papa Lucio III creó en 1184 la Inquisición episcopal, germen de lo que más tarde será la Santa Inquisición.