A continuación hace un elogio del valor del templario, que no teme a la muerte, que incluso la desea, porque la muerte lo unirá a Jesucristo. Es pues, una justificación del martirio y, al mismo tiempo, una justificación de la guerra contra los infieles, pues el templario, mate o muera, nunca será un homicida, sino un soldado de Cristo. Esto es la guerra santa. Sin embargo, la caballería secular, frívola, que piensa más en los adornos y las joyas que en la religión, no tiene salvación, porque el caballero secular, si mata a un adversario, encuentra su condena, igual que si muere en la pugna. Pero los templarios, los caballeros de Cristo, como luchan sólo por los intereses de Cristo, no incurren en pecado alguno, ya que, si matan, matan a un enemigo de Cristo, y si mueren, lo hacen por Cristo.
Luego describe la vida cotidiana del caballero templario, en un tono ciertamente exagerado: su disciplina, la pobreza en la que viven, la castidad que practica, y los valores monásticos del ora et labora.
La segunda parte, es una especie de recorrido turístico por Tierra Santa. San Bernardo va haciendo reflexiones sobre los diversos lugares relacionados con la vida de Jesucristo: Belén, Nazareth, etc., la vigilancia de los cuales, para proteger a los peregrinos, estaba encomendada a los templarios. Estas reflexiones tienen por objeto provocar que los templarios sean conscientes de la importancia de su misión en Palestina.
No podemos cuantificar la influencia que pudo tener esta obrilla bernardiana en lo que respecta a la captación, para la Orden templaria, de nuevos miembros. Seguramente no sería nada despreciable y de gran valor propagandístico. De laude... y la Regla muestran con claridad el ideal que insuflaba a los templarios. Son personas de profunda fe, vigorosos y valientes combatientes, disciplinados soldados en la batalla y humildes monjes en el convento, con una vida verdaderamente ascética, más por la dureza de los servicios que debían cumplir que por la práctica del ascetismo corporal. Ciertamente, como monjes que son tienen que prescindir de todo lujo superfluo, porque deben combatir permanentemente los vicios del cuerpo y del espíritu, pero también son soldados, y necesitan estar bien alimentados para no desfallecer en la batalla. Practican la hospitalidad y la caridad con los necesitados, aunque su fin no sea estrictamente ése, sino el patrullaje de los caminos y el combate contra los musulmanes. Sin embargo, a nuestro juicio, es la tarea militar la función primordial. A pesar de que San Bernardo se asombre por la conjunción, en la misma persona, del ideal monástico y del militar, son los servicios de armas los que ocupan la mayor parte de su tiempo, asistiendo sólo cuando el servicio lo permite a los oficios religiosos, algo impensable en un monje cisterciense, por ejemplo. De cualquier manera, estamos ante una monastización de la caballería (o una militarización de la vida monástica si se prefiere) que responde perfectamente a las necesidades de la Iglesia en ese momento. La Orden del Temple, y posteriormente las otras Órdenes militares, son la expresión más apropiada de la “Militia Dei”, en contraposición a la “Malicia Mundi” que representa la caballería secular.