miércoles, 20 de julio de 2022

El Temple VII

 


La Guerra Justa

Guerra justa o guerra legítima es un concepto teológico-político desarrollado fundamentalmente por teólogos y juristas católicos y cuya definición ha constituido un esfuerzo serio para regular el derecho a la guerra, en la guerra y después de la guerra.

Hoy, este concepto es parte importante del Derecho Internacional y en torno a él se configuran el Ius ad bellum, versión secular del pensamiento cristiano medieval sobre la guerra justa, el Ius in bello que concierne la justicia sobre el comportamiento de los participantes en el conflicto y el Ius post bellum que concierne a la fase terminal y los acuerdos de paz.

Las Tres teorías de la Guerra Justa

En teoría moral, existen al menos tres enfoques sobre la cuestión de la guerra.

El pacifismo, según el cual toda guerra es injustificada y, por consiguiente, inmoral.

El enfoque del «realismo político» o realpolitik, cuya premisa fundamental quedó recogida por el militar e historiador alemán Carl von Clausewitz, cuando dijo que la guerra no es sino otra forma de hacer política.

Y finalmente, queda la tradición de la guerra justa, con origen en la Edad Media y que se caracteriza por defender que algunas contiendas bélicas tienen justificación y son morales.

En la Edad Media la noción se reviste una importancia especial a lo largo de todo el pensamiento agustiniano.

En el plano político, el orden es la paz: «La disposición de los seres iguales y desiguales, ocupando cada uno el lugar que le corresponde». 

Esta definición tiene un trasfondo platónico, pues también Platón había insistido en su República que una sociedad bien ordenada (justa) era aquella en la que cada uno ocupaba el lugar en función de su alma.

Sea cual sea el mecanismo con el que una sociedad se ordene, toda sociedad tiende a la paz.



La insistencia en la justicia con sus raíces en la doctrina cristiana la aplicó Agustín de Hipona a la guerra. Consideraba que toda guerra es malvada y que atacar y saquear a otros estados es injusto, pero aceptaba que existe una "guerra justa" librada por una causa justa, cómo defender el Estado de una agresión o restaurar la paz si bien hay que recurrir a ella con remordimientos y como último recurso.

En este sentido, incluso la guerra es vista por Agustín como un instrumento de paz. Ningún pueblo hace la guerra por hacer la guerra, sino siempre como un medio para conquistar la paz.

San Agustín sostuvo que, si bien las personas no deben recurrir inmediatamente a la violencia, "Dios ha dado la espada al gobierno por una buena razón" (citando a Romanos 13:4).

Afirmó que el pacifismo frente a un grave error que solo podría ser detenido por la violencia, sería un pecado. La defensa de uno mismo o de otros podría ser una necesidad, especialmente cuando está ordenada por una autoridad legítima:

Los que han emprendido la guerra en obediencia al mandato divino, o de conformidad con sus leyes, han representado en sus personas la justicia pública o la sabiduría del gobierno, y en esta capacidad han dado muerte a hombres malvados; tales personas de ninguna manera han violado el mandamiento "No matarás"

La Ciudad de Dios


Para Agustín de Hipona la guerra justa es un mecanismo de defensa para los combatientes justos que, por decreto divino, no tienen más remedio que someterse a sus autoridades políticas y deben tratar de garantizar el cumplimiento de su deber de lucha de guerra de la manera más justa posible, incluso si está a órdenes de un mal gobierno:


A los siervos de Cristo, ya sean reyes, príncipes, jueces, soldados o provinciales, ya sean ricos o pobres, hombres libres o esclavos, hombres o mujeres, se les ordena, si es necesario, que soporten la maldad de un estado completamente corrupto; y por esa resistencia podrán ganarse un lugar de gloria

La Ciudad de Dios


Tomás de Aquino, basándose en San Agustín, escribe al referirse a la guerra justa:


Para que la guerra sea justa, se requieren tres condiciones.

Primera: la autoridad del príncipe bajo cuyo mandato se hace la guerra.

No incumbe a la persona particular declarar la guerra, porque puede hacer valer su derecho ante tribunal superior; además, la persona particular tampoco tiene competencia para convocar a la colectividad, cosa necesaria para hacer la guerra. Ahora bien, dado que el cuidado de la República  ha sido encomendado a los príncipes, a ellos compete defender el bien público de la ciudad, del reino o de la provincia sometidos a su autoridad. Pues bien, del mismo modo que la defienden lícitamente con la espada material contra los perturbadores internos, castigando a los malhechores, a tenor de las palabras del Apóstol: «No en vano lleva la espada, pues es un servidor de Dios para hacer justicia y castigar al que obra mal» (Rm 13,4), le incumbe también defender el bien público con la espada de la guerra contra los enemigos externos. Por eso se recomienda a los príncipes: «Librad al pobre y sacad al desvalido de las manos del pecador» (Ps 81,41), y San Agustín, por su parte, enseña: «El orden natural, acomodado a la paz de los mortales, postula que la autoridad y la deliberación de aceptar la guerra pertenezca al príncipe»



Segunda: Se requiere causa justa.

Es decir, que quienes son atacados lo merezcan por alguna causa. Por eso escribe también San Agustín en el libro Quaest: «Suelen llamarse guerras justas las que vengan las injurias; por ejemplo, si ha habido lugar para castigar al pueblo o a la ciudad que descuida castigar el atropello cometido por los suyos o restituir lo que ha sido injustamente robado»

Tercera: Se requiere, finalmente, que sea recta la intención de los contendientes; es decir, una intención encaminada a promover el bien o a evitar el mal. Por eso escribe igualmente San Agustín: "Entre los verdaderos adoradores de Dios, las mismas guerras son pacíficas, pues se promueven no por codicia o crueldad, sino por deseo de paz, para frenar a los malos y favorecer a los buenos". Puede, sin embargo, acontecer que, siendo legítima la autoridad de quien declara la guerra y justa también la causa, resulte, no obstante, ilícita por la mala intención.

San Agustín escribe en el libro Contra Faust.: «En efecto, el deseo de dañar, la crueldad de vengarse, el ánimo inaplacado e implacable, la ferocidad en la lucha, la pasión de dominar y otras cosas semejantes, son, en justicia, vituperables en las guerras»

 

La guerra justa II. La cuestión moral.

Con todo, las cuestiones éticas eran con mucha diferencia las más difíciles de resolver y Hugo de Payens que buscó el apoyo de algunas ilustres personalidades religiosas de la época, no tardó en experimentarlo. En 1128, el Prior de la Grande- Chartreuse a quién había consultado, les respondió con una carta bastante desmoralizadora.

"Es inútil atacar a los enemigos exteriores, sino se denominan a los interiores, es decir, a los vicios, y no sirve de nada tratar de liberar Tierra Santa de los infieles si antes no se libera el alma de sus defectos." Citando una carta de San Pablo a los efesios, el Prior afirmaba que no es realidad, contra los adversarios de carne y hueso, contra los que debemos de luchar, sino contra los principados, las potencias, los dominadores del mundo de las tinieblas,contra los espíritus del mal que habitan en los espacios celeste...

Conmovedora la lección espiritual que honra a un hombre consagrado a la vida contemplativa, pero que no podía imaginar qué significa encontrarse ante un grupo de bandidos sarracenos dispuesto a lanzarse sobre el convoy de peregrinos.

Los militares cristianos no eran especialmente clementes.Pero los arabes a veces hacían gala de su crueldad sin límites, con el enemigo. A finales de junio de 1119, los soldados turcos manos del Príncipe sirio el Ghazi arrastraron a los prisioneros franceses por toda la llanura de Alepo y los masacraron.No por el deseo mismo de matarlo, sino porque el jefe no quería privar de aquella diversión al populacho de la ciudad, por lo que llevó a Alepo y allí los torturó en la vía pública hasta la muerte.

De todos modos, las reticencias del Prior correspondía a una línea de pensamiento antiguo, bastante compartida.La actitud moral cristiana ante la profesión de la guerra ha sido siempre de rechazo, aun cuando ningún pasaje de los Evangelios contenga condena alguna al respecto. En los primeros tiempos del cristianismo para un catecúmeno, lo militar era un acto de desprecio a la ley de Dios y hubo figuras ejemplares de Santos que para abrazar la vida cristiana se despidieron solemnemente de las armas. Por lo demás, la cuestión había sido tratada ya en tiempos de Ambrosio y Agustín, y el tema de la licitud de las armas y de la guerra Justa seguía siendo extremadamente delicado, sin embargo, los graves problemas por los que basó la sociedad occidental en el siglo 10,Acentuado por la violencia cometida por húngaros y normandos todavía paganos habían favorecido a la adopción de actitudes más moderadas por parte de la Iglesia en relación con la práctica militar característico de este clima particular.

Eran, por ejemplo, el hecho de que Bucardo de Worms en su Decretum retomarse la Carta de Nicolás Primero, en el que el papá permitía a los penitentes el uso de las armas, si se trataba de servir a la lucha contra los paganos.

El choque entre el papado y el imperio por las investiduras y la lucha de la Iglesia por liberarse de las interferencias de poder laico habían favorecido la evolución del pensamiento Cristiano,mostrando la necesidad de que los pontífices dispusieran de una milicia a su mando a las que pudieran convocar en caso de emergencia para disuadir a los posibles agresores. El papá Gregorio séptimo, llegó incluso a bendecir el servicio de los caballeros, que ofrecieron su aportación armada en la defensa de la Iglesia. Pero, naturalmente no se trataba de monjes,sino de laicos que habían empleado siemprel el instrumento de la guerra. Y lo seguirían haciendo.

En cualquier caso, la propuesta que llegaba de Jerusalén era de contar de carácter completamente distinto, alejada a la mentalidad que durante siglos había dominado el ambiente monacal de Occidente según la cual no podía haber salvación eterna, sino tras la conversión total basada en el abandono del mundo y la elección del claustro, corriente de pensamiento que había tenido defensores muy ilustres e incluso en el siglo 11.

San Pedro Damián, uno de los máximos promotores de las reformas de la Iglesia y maestro de Gregorio séptimo, había expuesto una clara condena del ejercicio de la guerra para el incompatible con la perfección espiritual, a la que solo podían acceder mediante la vida contemplativa.

En la época inmediatamente posterior a la primera cruzada, pese a que el entusiasmo colectivo por la liberación del Santo Sepulcro perdurará durante largo tiempo, todavía había muchos que pensaban como él ; en esa época había alguien que podía ayudar a Hugo de Payens, en su intento de promover la fusión de los dos ideales que para gran parte de la sociedad cristiana eran opuestos e irreconciliables, un místico excepcional dotado de una habilidad de comunicación fuera de lo común, pero también capaz de mover las palancas precisas del ambiente religioso y político de su época.

Nacido de una familia de linaje caballeresco perteneciente a la baja nobleza de Bretaña, Bernardo de Claraval había escogido voluntariamente la vida del claustro a los 21 años. Convenció a sus hermanos de que lo siguieran y en 1113 abrazó los votos Monásticos en el Cister. Convencido de las reformas monásticas,Bernardo compartió el ideal de Comtemptus Mundi, es decir, la convicción de que la salvación eterna únicamente se consigue con el retiro, la ascesis y el abandono del mundo y todas sus múltiples corrupciones.

Es probable que Hugo se dirigiera a Bernardo, apenas llegó a Occidente.Tal vez las las respectivas familias pertenecientes a la pequeña nobleza tuvieron vínculos de parentesco o de alianza política. Quizás le entregará una carta de Balduino segundo a la que se lerogaba al Santo que se redactara para los templarios, una regla monástica adecuada, es decir, que fuera compatible con la necesidad de hacer la guerra al mismo tiempo que se adaptará a la dignidad de una orden religiosa. Hay historiadores que muestran su escepticismo sobre la autenticidad de este documento, pero no hay duda de que Payens trató de obtener la ayuda de Bernardo y en que en un primer momento sufrió la desilusión de verse completamente ignorado.

De entrada, el Abad debió parecerle absurdo la idea.De esta nueva religiosidad formada por frailes consagrados a la guerra. Algo así que como un bólido monstruoso.

Solo uno o dos años antes del viaje de Hugo y su experiencia en Occidente, Bernardo expresaba con sinceridad su amargura por haber desistido de su antiguo proyecto de entrar en el sitio para convertirse en templario.

Bernardo no era un rigorista como el padre de Damián, pero,conocía muy bien los hábitos de la vida caballeresca, laica, a la que pertenecía por nacimiento y abrigaba seria duda de que fueran conciliar por naturaleza de cualquier orden religiosa.

Arrogancia, afición al lujo y ostentación, desprecio por la vida humana, predisposición a la agresividad y a la violencia.Que la mentalidad guerrera saltaba con manifestaciones de coraje en mayor mérito de un caballero en los aquí, ante una ética específica de que la guerra como actividad del grupo dominante, la sangre como elevado valor que lleva a exaltar el combate en sí mismo.

Mientras los contemporáneos, que se dedicaban a la lírica del amor, celebraban el adulterio de los caballeros jóvenes con las mujeres de sus señores con los más viejos.

¿Cómo podría pretender que los caballeros del temple, originarios de aquel mundo y educado en esa infancia, en ese modelo de comportamiento, renunciaran de la noche a la mañana a semejante estilo de vida?

Bernardo, que conducía el poder de la obediencia y de la ascesis, y Hugo, que había vivido los sufrimientos de los peregrinos y la nostalgia invencible de Jerusalén sabían bien que existía una única manera aislar a los que poseían un sentimiento religioso más acusado,de los otros;que poseyera un sentimiento Guerrero acusado. Adoctrinarlo prepararlo para la vida de la nueva orden mediante un itinerario de disciplina largo y extremadamente inflexible.

Bernardo conocía la crítica situación en que se encontraba Tierra Santa y estaba en condiciones de dar su apoyo moral al nacimiento del Temple .Pero era un hombre obstinado y en absoluto dispuesto a establecer compromisos con sus convicciones, obligó a esperar largamente a Hugo.

Éste, que le hizo varios llamamientos a lo que solo responderá tiempo después. Su apoyo será decisivo para la fortuna del temple, simplemente porque fue capaz de encontrar una fórmula capaz de contentar al papa, y Balduino y sin rechazar las buenas intenciones que habían animado al grupo de caballeros.Penitentes consagrados al templo del señor.