La Guerra Justa
Guerra
justa o guerra legítima es un concepto
teológico-político desarrollado fundamentalmente por teólogos y
juristas católicos y cuya definición ha constituido un esfuerzo
serio para regular el derecho a la guerra, en la guerra y después de
la guerra.
Hoy, este
concepto es parte importante del Derecho Internacional y en torno a
él se configuran el Ius ad bellum, versión secular del
pensamiento cristiano medieval sobre la guerra justa, el Ius in
bello que concierne la justicia sobre el comportamiento de los
participantes en el conflicto y el Ius post bellum que
concierne a la fase terminal y los acuerdos de paz.
Las Tres teorías
de la Guerra Justa
En teoría
moral, existen al menos tres enfoques sobre la cuestión de la
guerra.
El pacifismo,
según el cual toda guerra es injustificada y, por consiguiente,
inmoral.
El enfoque del
«realismo político» o realpolitik, cuya premisa fundamental
quedó recogida por el militar e historiador alemán Carl von
Clausewitz, cuando dijo que la guerra no es sino otra forma de hacer
política.
Y finalmente,
queda la tradición de la guerra justa, con origen en la Edad
Media y que se caracteriza por defender que algunas contiendas
bélicas tienen justificación y son morales.
En la Edad Media
la noción se reviste una importancia especial a lo largo de todo el
pensamiento agustiniano.
En el plano
político, el orden es la paz: «La disposición de los seres
iguales y desiguales, ocupando cada uno el lugar que le
corresponde».
Esta definición
tiene un trasfondo platónico, pues también Platón había
insistido en su República que una sociedad bien ordenada
(justa) era aquella en la que cada uno ocupaba el lugar en función
de su alma.
Sea cual sea el
mecanismo con el que una sociedad se ordene, toda sociedad tiende a
la paz.
La insistencia en
la justicia con sus raíces en la doctrina cristiana la
aplicó Agustín de Hipona a la guerra. Consideraba que
toda guerra es malvada y que atacar y saquear a otros estados es
injusto, pero aceptaba que existe una "guerra justa"
librada por una causa justa, cómo defender el Estado de una agresión
o restaurar la paz si bien hay que recurrir a ella con remordimientos
y como último recurso.
En este sentido,
incluso la guerra es vista por Agustín como un instrumento de paz.
Ningún pueblo hace la guerra por hacer la guerra, sino siempre como
un medio para conquistar la paz.
San Agustín
sostuvo que, si bien las personas no deben recurrir inmediatamente a
la violencia, "Dios ha dado la espada al gobierno por una buena
razón" (citando a Romanos 13:4).
Afirmó que el
pacifismo frente a un grave error que solo podría ser detenido por
la violencia, sería un pecado. La defensa de uno mismo o de otros
podría ser una necesidad, especialmente cuando está ordenada por
una autoridad legítima:
Los que han
emprendido la guerra en obediencia al mandato divino, o de
conformidad con sus leyes, han representado en sus personas la
justicia pública o la sabiduría del gobierno, y en esta capacidad
han dado muerte a hombres malvados; tales personas de ninguna manera
han violado el mandamiento "No matarás"
La Ciudad de Dios
Para Agustín de
Hipona la guerra justa es un mecanismo de defensa para los
combatientes justos que, por decreto divino, no tienen más remedio
que someterse a sus autoridades políticas y deben tratar de
garantizar el cumplimiento de su deber de lucha de guerra de la
manera más justa posible, incluso si está a órdenes de un mal
gobierno:
A los siervos de
Cristo, ya sean reyes, príncipes, jueces, soldados o provinciales,
ya sean ricos o pobres, hombres libres o esclavos, hombres o mujeres,
se les ordena, si es necesario, que soporten la maldad de un estado
completamente corrupto; y por esa resistencia podrán ganarse un
lugar de gloria
La Ciudad de Dios
Tomás de Aquino,
basándose en San Agustín, escribe al referirse a la guerra justa:
Para que la
guerra sea justa, se requieren tres condiciones.
Primera: la
autoridad del príncipe bajo cuyo mandato se hace la guerra.
No incumbe a la
persona particular declarar la guerra, porque puede hacer valer su
derecho ante tribunal superior; además, la persona particular
tampoco tiene competencia para convocar a la colectividad, cosa
necesaria para hacer la guerra. Ahora bien, dado que el cuidado de la
República ha sido encomendado a los príncipes, a ellos
compete defender el bien público de la ciudad, del reino o
de la provincia sometidos a su autoridad. Pues bien, del mismo modo
que la defienden lícitamente con la espada material contra los
perturbadores internos, castigando a los malhechores, a tenor de las
palabras del Apóstol: «No en vano lleva la espada, pues es un
servidor de Dios para hacer justicia y castigar al que obra mal» (Rm
13,4), le incumbe también defender el bien público con la espada de
la guerra contra los enemigos externos. Por eso se recomienda a los
príncipes: «Librad al pobre y sacad al desvalido de las manos
del pecador» (Ps 81,41), y San Agustín, por su parte,
enseña: «El orden natural, acomodado a la paz de los
mortales, postula que la autoridad y la deliberación de aceptar la
guerra pertenezca al príncipe»
Segunda: Se
requiere causa justa.
Es decir, que
quienes son atacados lo merezcan por alguna causa. Por eso escribe
también San Agustín en el libro Quaest: «Suelen llamarse
guerras justas las que vengan las injurias; por ejemplo, si ha habido
lugar para castigar al pueblo o a la ciudad que descuida castigar el
atropello cometido por los suyos o restituir lo que ha sido
injustamente robado»
Tercera: Se
requiere, finalmente, que sea recta la intención de los
contendientes; es decir, una intención encaminada a promover el bien
o a evitar el mal. Por eso escribe igualmente San Agustín: "Entre
los verdaderos adoradores de Dios, las mismas guerras son pacíficas,
pues se promueven no por codicia o crueldad, sino por deseo de paz,
para frenar a los malos y favorecer a los buenos". Puede, sin
embargo, acontecer que, siendo legítima la autoridad de quien
declara la guerra y justa también la causa, resulte, no obstante,
ilícita por la mala intención.
San Agustín
escribe en el libro Contra Faust.: «En efecto, el deseo de dañar,
la crueldad de vengarse, el ánimo inaplacado e implacable,
la ferocidad en la lucha, la pasión de dominar y otras cosas
semejantes, son, en justicia, vituperables en las guerras»
La guerra justa
II. La cuestión moral.
Con todo, las
cuestiones éticas eran con mucha diferencia las más difíciles de
resolver y Hugo de Payens que buscó el apoyo de algunas ilustres
personalidades religiosas de la época, no tardó en experimentarlo.
En 1128, el Prior de la Grande- Chartreuse a quién había
consultado, les respondió con una carta bastante desmoralizadora.
"Es inútil
atacar a los enemigos exteriores, sino se denominan a los interiores,
es decir, a los vicios, y no sirve de nada tratar de liberar Tierra
Santa de los infieles si antes no se libera el alma de sus defectos."
Citando una carta de San Pablo a los efesios, el Prior afirmaba que
no es realidad, contra los adversarios de carne y hueso, contra los
que debemos de luchar, sino contra los principados, las potencias,
los dominadores del mundo de las tinieblas,contra los espíritus del
mal que habitan en los espacios celeste...
Conmovedora la
lección espiritual que honra a un hombre consagrado a la vida
contemplativa, pero que no podía imaginar qué significa encontrarse
ante un grupo de bandidos sarracenos dispuesto a lanzarse sobre el
convoy de peregrinos.
Los militares
cristianos no eran especialmente clementes.Pero los arabes a veces
hacían gala de su crueldad sin límites, con el enemigo. A finales
de junio de 1119, los soldados turcos manos del Príncipe sirio el
Ghazi arrastraron a los prisioneros franceses por toda la llanura de
Alepo y los masacraron.No por el deseo mismo de matarlo, sino porque
el jefe no quería privar de aquella diversión al populacho de la
ciudad, por lo que llevó a Alepo y allí los torturó en la vía
pública hasta la muerte.
De todos modos,
las reticencias del Prior correspondía a una línea de pensamiento
antiguo, bastante compartida.La actitud moral cristiana ante la
profesión de la guerra ha sido siempre de rechazo, aun cuando ningún
pasaje de los Evangelios contenga condena alguna al respecto. En los
primeros tiempos del cristianismo para un catecúmeno, lo militar era
un acto de desprecio a la ley de Dios y hubo figuras ejemplares de
Santos que para abrazar la vida cristiana se despidieron solemnemente
de las armas. Por lo demás, la cuestión había sido tratada ya en
tiempos de Ambrosio y Agustín, y el tema de la licitud de las armas
y de la guerra Justa seguía siendo extremadamente delicado, sin
embargo, los graves problemas por los que basó la sociedad
occidental en el siglo 10,Acentuado por la violencia cometida por
húngaros y normandos todavía paganos habían favorecido a la
adopción de actitudes más moderadas por parte de la Iglesia en
relación con la práctica militar característico de este clima
particular.
Eran, por
ejemplo, el hecho de que Bucardo de Worms en su Decretum retomarse la
Carta de Nicolás Primero, en el que el papá permitía a los
penitentes el uso de las armas, si se trataba de servir a la lucha
contra los paganos.
El choque entre
el papado y el imperio por las investiduras y la lucha de la Iglesia
por liberarse de las interferencias de poder laico habían favorecido
la evolución del pensamiento Cristiano,mostrando la necesidad de que
los pontífices dispusieran de una milicia a su mando a las que
pudieran convocar en caso de emergencia para disuadir a los posibles
agresores. El papá Gregorio séptimo, llegó incluso a bendecir el
servicio de los caballeros, que ofrecieron su aportación armada en
la defensa de la Iglesia. Pero, naturalmente no se trataba de
monjes,sino de laicos que habían empleado siemprel el instrumento de
la guerra. Y lo seguirían haciendo.
En cualquier
caso, la propuesta que llegaba de Jerusalén era de contar de
carácter completamente distinto, alejada a la mentalidad que durante
siglos había dominado el ambiente monacal de Occidente según la
cual no podía haber salvación eterna, sino tras la conversión
total basada en el abandono del mundo y la elección del claustro,
corriente de pensamiento que había tenido defensores muy ilustres e
incluso en el siglo 11.
San Pedro Damián,
uno de los máximos promotores de las reformas de la Iglesia y
maestro de Gregorio séptimo, había expuesto una clara condena del
ejercicio de la guerra para el incompatible con la perfección
espiritual, a la que solo podían acceder mediante la vida
contemplativa.
En la época
inmediatamente posterior a la primera cruzada, pese a que el
entusiasmo colectivo por la liberación del Santo Sepulcro perdurará
durante largo tiempo, todavía había muchos que pensaban como él ;
en esa época había alguien que podía ayudar a Hugo de Payens, en
su intento de promover la fusión de los dos ideales que para gran
parte de la sociedad cristiana eran opuestos e irreconciliables, un
místico excepcional dotado de una habilidad de comunicación fuera
de lo común, pero también capaz de mover las palancas precisas del
ambiente religioso y político de su época.
Nacido de una
familia de linaje caballeresco perteneciente a la baja nobleza de
Bretaña, Bernardo de Claraval había escogido voluntariamente la
vida del claustro a los 21 años. Convenció a sus hermanos de que lo
siguieran y en 1113 abrazó los votos Monásticos en el Cister.
Convencido de las reformas monásticas,Bernardo compartió el ideal
de Comtemptus Mundi, es decir, la convicción de que la salvación
eterna únicamente se consigue con el retiro, la ascesis y el
abandono del mundo y todas sus múltiples corrupciones.
Es probable que
Hugo se dirigiera a Bernardo, apenas llegó a Occidente.Tal vez las
las respectivas familias pertenecientes a la pequeña nobleza
tuvieron vínculos de parentesco o de alianza política. Quizás le
entregará una carta de Balduino segundo a la que se lerogaba al
Santo que se redactara para los templarios, una regla monástica
adecuada, es decir, que fuera compatible con la necesidad de hacer la
guerra al mismo tiempo que se adaptará a la dignidad de una orden
religiosa. Hay historiadores que muestran su escepticismo sobre la
autenticidad de este documento, pero no hay duda de que Payens trató
de obtener la ayuda de Bernardo y en que en un primer momento sufrió
la desilusión de verse completamente ignorado.
De entrada, el
Abad debió parecerle absurdo la idea.De esta nueva religiosidad
formada por frailes consagrados a la guerra. Algo así que como un
bólido monstruoso.
Solo uno o dos
años antes del viaje de Hugo y su experiencia en Occidente,
Bernardo expresaba con sinceridad su amargura por haber desistido de
su antiguo proyecto de entrar en el sitio para convertirse en
templario.
Bernardo no era
un rigorista como el padre de Damián, pero,conocía muy bien los
hábitos de la vida caballeresca, laica, a la que pertenecía por
nacimiento y abrigaba seria duda de que fueran conciliar por
naturaleza de cualquier orden religiosa.
Arrogancia,
afición al lujo y ostentación, desprecio por la vida humana,
predisposición a la agresividad y a la violencia.Que la mentalidad
guerrera saltaba con manifestaciones de coraje en mayor mérito de un
caballero en los aquí, ante una ética específica de que la guerra
como actividad del grupo dominante, la sangre como elevado valor que
lleva a exaltar el combate en sí mismo.
Mientras los
contemporáneos, que se dedicaban a la lírica del amor, celebraban
el adulterio de los caballeros jóvenes con las mujeres de sus
señores con los más viejos.
¿Cómo podría
pretender que los caballeros del temple, originarios de aquel mundo y
educado en esa infancia, en ese modelo de comportamiento, renunciaran
de la noche a la mañana a semejante estilo de vida?
Bernardo, que
conducía el poder de la obediencia y de la ascesis, y Hugo, que
había vivido los sufrimientos de los peregrinos y la nostalgia
invencible de Jerusalén sabían bien que existía una única manera
aislar a los que poseían un sentimiento religioso más acusado,de
los otros;que poseyera un sentimiento Guerrero acusado. Adoctrinarlo
prepararlo para la vida de la nueva orden mediante un itinerario de
disciplina largo y extremadamente inflexible.
Bernardo conocía
la crítica situación en que se encontraba Tierra Santa y estaba en
condiciones de dar su apoyo moral al nacimiento del Temple .Pero era
un hombre obstinado y en absoluto dispuesto a establecer compromisos
con sus convicciones, obligó a esperar largamente a Hugo.
Éste, que le
hizo varios llamamientos a lo que solo responderá tiempo después.
Su apoyo será decisivo para la fortuna del temple, simplemente
porque fue capaz de encontrar una fórmula capaz de contentar al
papa, y Balduino y sin rechazar las buenas intenciones que habían
animado al grupo de caballeros.Penitentes consagrados al templo del
señor.