“Eran a su vez leones de guerra y corderos del hogar; rudos caballeros en el campo de batalla, monjes piadosos en la capilla; temibles para los enemigos de Cristo, la suavidad misma para con Sus amigos”.
(Jacques de Vitry).
Por haber renunciado a todos los placeres de la vida, enfrentaban la muerte con indiferencia altiva; eran los primeros en atacar y los últimos en la retirada, siempre dóciles a la voz de su conductor, con la disciplina del monje sumada a la disciplina del soldado.
Como ejército, nunca fueron muy numerosos. Un contemporáneo nos cuenta que había 400 caballeros en Jerusalén a la cumbre de su prosperidad; no cita la cantidad de escuderos, que eran más numerosos. Pero era un cuerpo de hombres escogidos quienes, por su noble ejemplo, alentaron al resto de las fuerzas Cristianas. De tal modo, fueron el terror de los Mahometanos. De ser derrotados, era sobre ellos que el vencedor desahogaba su furia, más aún cuando les estaba prohibido ofrecer pago de rescate.
De ser tomados prisioneros, rechazaban con desdén la libertad que les era ofrecida a cambio de la apostasía. En el sitio de Safèd (1264), en el que hallaron la muerte noventa Templarios, otros ochenta fueron tomados prisioneros y, rehusando negar a Cristo, murieron como mártires de la Fe. Esta fidelidad les costó cara. Se ha calculado que, en menos de dos siglos, perecieron en guerra casi 20.000 Templarios, contando caballeros y escuderos.